19.5.08

TANTITA SANGRE...



UNA NOCHE
Carlos Román Cárdenas

Ésa noche Cinthya y Raúl cenaron en silencio. Ya no era novedad para ninguno de los dos. Desde hace ya casi dos años que no se hablaban, y cuando lo hacían, siempre terminaban en pleito. Tampoco hacían el amor. Raul sólo cogía y Cynthia se limitaba a la idea de quedar embarazada, para de ésa forma poder mandarlo a la chingada. “Si tuviera un hijo, no me sentiría tan sola”, pensaba; mientras Raúl, en un estado meramente cachonderil, se afanaba sólo en su placer minutero. Ella solía gemir y gritar como poseída, pero a últimas fechas hasta le daba flojera fingir un orgasmo. Pero volvamos a la cena. La cocina era todo silencio. En la televisión, los personajes de La Parodia se burlaban de ellos y de su penosa situación. Al menos, así lo sentía Raúl. Ella levantó los platos y caminó hacia el fregadero. Sólo tenía veinticinco años. Él miró las nalgas todavía firmes de su esposa y sintió como su calentura reprimida se concentraba en su miembro; sólo le bastó recordar lo insípido de su relación para matar su efímera erección. Había cumplido treinta y cuatro años ése invierno.
Afuera hacía frío. Algo los observaba por la ventana.

Nunca he tenido conciencia. Bueno, a lo mejor si la tuve, pero si fue así, ya no me acuerdo. Al menos ya no me acordaba. He vivido tanto, que ya no se distinguir entre el bien y el mal. Ni en héroes o villanos; realidad o fantasía. Disculpen si de repente invento algunos detalles, no lo hago con la más mínima intención de engañar. Lo que pasa es que a falta de recuerdos, uno puede tomarse la libertad de llenar esos huecos de la manera que mejor le plazca. Les prometo mantenerme lo más apegado a la realidad.
Para empezar, si algo he aprendido durante todos estos años, es que el ser humano no es tan especial como se dice. A final de cuentas, todos terminan cayendo en algún estereotipo, encajando en alguno de los 10,000 moldes que existen, cuando mucho, del sobre valorado perfil del hombre. Nacidos y criados dentro de sociedades limitadas, nada diferente a lo que ha sido siempre. Sin divinidad. Creados a imagen y semejanza de miles de dioses distintos; y todo para terminar siendo una vulgar partícula en el universo, parte del montón. Perdón si me he desviado un poco de mi relato. Dejaré mi optimismo desbordante a un lado y trataré de concentrarme. Así empiezo…
Todavía recuerdo con cierta nostalgia los sacrificios humanos de las pobres doncellas vírgenes. Sus rostros desfigurados por el terror, la mierda que corría por entre sus piernas y los borbotones de sangre que salían de sus pechos abiertos. Debo confesar que la sangre nunca me impresionó. Todo lo contrario me pasaba al ver los corazones aún latiendo fuera de los cuerpos convulsos. Al principio, me desmayé como unas tres veces. En ése entonces tendría unos ocho años. Mi padre era sacerdote, y yo como su hijo, tenía que ir aprendiendo el oficio. Un día, mi papá me dio a probar un trocito de carne humana. Me gustó su sabor. Sabía como a guajolote. Eso me marcó para siempre.
Recuerdo que en aquél entonces yo era un niño feliz. Malcriado, pero feliz. Crecí rodeado de los privilegios propios de la clase alta. De los que mandaban. Si, debo confesarlo, fui lo que ustedes conocen ahora como un júnior. Un júnior prehispánico con pulseras de oro macizo, los Rolex de la época, para que me entiendan. Con la pequeña diferencia que en aquellos años uno disponía de la vida de los que se consideraban inferiores. Pensándolo bien, no muy distinto a lo que hoy vivimos.
Y un día la conocí. Fue durante unos juegos, poquito después de unas guerras floridas. Mis amigos y yo paseábamos nuestra opulencia por entre la masa y de repente, la vi. Tendría unos dieciséis años. Era la mujer más hermosa que yo había visto. Bajo su manta pude adivinar lo perfecto de su delgado cuerpo. Y ése olor tan exquisito. Dulce, fuerte, embriagador. Fue amor instantáneo. Su aya se percató de mi interés y se la llevó de ahí. El cortejo duró poco. Sus padres estaban encantados con la idea de que su hija se casara con el joven y pudiente aprendiz de sacerdote, e hijo del gran Cuauhtzin, el más venerado y respetado de los sacerdotes del imperio.
A los tres meses, después de la primera negativa obligatoria, por fin me concedieron en matrimonio a mi amada Metztli. Así, después de mucho ajetreo, por fin se celebró la ceremonia. Estuvo llena de colorido, asistieron los personajes más importantes, incluso, el emperador en persona. Lo difícil fue el ayuno de cuatro días, sobre todo el carnal. Después de eso, todo fue felicidad. Nos amamos de todas las formas conocidas e inventamos más. Ella era un sueño. Dos años después llegaría otra bendición, ésta vez con el nacimiento de nuestro hijo. Lo llamamos Ceyaotl. No lo puedo negar, hasta ése entonces tuve una buena vida.
A los treinta años yo ya era un sacerdote respetado, y ahora era mi pequeño hijo el que venía a verme al trabajo. No batallé mucho en agarrarle gusto a los sacrificios. Me gustaba todo: el protocolo, la vestimenta, la ceremonia, la sangre. De vez en cuando, guardaba algo de carne para comerla después. Lo voraz y el gusto por matar, lo traigo desde entonces. Para mí, siempre fue normal. Para todos nosotros era normal. Lo hacíamos por amor, nos movía la fe. Nosotros si creíamos. En cada sacrificio iba puesta la esperanza de todo un pueblo, de su bienestar. Y los dioses nos correspondían. Nos amaban… luego nos abandonaron… se hartaron de nuestras peticiones, de nuestros excesos. No nos amaron más. Dejaron que llegara lo que la historia se ha empeñado en nombrar como conquista. Nunca lo fue. Fue más bien una masacre. Ahí perdí todo. Y ahí mismo empecé a convertirme en lo que ahora soy. Algo que en parte, ya era…

Raúl era un buen hombre. Desde el día de su boda, trabajaba en la empresa que dirigía su suegra. Por eso nunca había sido infiel. Por no traicionar la confianza de la doña, más que la de su mujer. Todos los sábados jugaba fútbol y era el líder goleador de la liga municipal. Luego del partido, llegaba a casa y se chutaba todos los encuentros de la jornada sabatina. El domingo hacía lo mismo, mientras que Cynthia se iba de compras con sus hermanas o amigas. Al mediodía, siempre pedía una pizza con los mismos ingredientes: pepperoni y champiñones. También pedía una coca de dos litros. A veces variaba los ingredientes, y ésos días sentía que su rutina era distinta. Que él era distinto. Que era mejor. Ya por la tarde, iba al closet y hurgaba dentro de una vieja maleta hasta encontrar una vieja caja de zapatos. Dentro, se hallaba su colección de casquitos de los equipos de la NFL. Los sacaba, los limpiaba y los ordenaba mientras recordaba su niñez, allá en Sinaloa. Ya oscureciendo, llegaba Cynthia cargada de bolsas y paquetes. Él la escuchaba hablar sobre las ofertas y descuentos que había encontrado, mirando fijamente la televisión. Era curioso confundir las voces de José Ramón Fernández y la de su esposa, pensaba. Reía sin que Cynthia supiera de qué. Ella terminaba por desesperarse. Luego, volvía el silencio. De aquí en adelante todo sería como lo ha sido durante ya casi dos años; y como no tiene caso narrar la misma rutina de siempre, mejor nos adelantamos unas horas.
Cynthia dormía plácidamente abrazada a la almohada rechoncha que desde hace mucho tiempo ocupaba el lugar de Raúl. Éste se masturbaba en el baño recordando algunas escenas de las dizque películas porno del Golden Choice. Terminó como cuando se cogía a Cynthia, en cinco minutos. –“A estas alturas es más placentero hacerse una puñeta que cogerse a un cadáver…”-, pensaba.
Apenas iba saliendo del baño, cuando escuchó un ruido en el patio trasero. Se asomó por la ventana, pero la oscuridad sólo le hacia imaginar sombras y bultos. Trató de acostumbrar su mirada a la penumbra y alcanzó a distinguir el destello de una mirada amarillenta. Un gruñido lo hizo estremecer. Retrocedió asustado hasta que sus piernas tocaron el borde de la cama, sintió un sobresalto. Miró a su mujer dormida, trató de hacer ruido para que se despertara pero ella ni se movió. Un sudor frío le recorrió la espalda cuando el gruñido se transformó en una voz cavernosa que lo llamaba: “Raúl….”

Llevaba horas corriendo y todavía podía ver el resplandor de mi querida ciudad en llamas. Habían matado a toda mi familia. Sólo pude rescatar a mi pobre y anciano padre. Pesaba tanto… desde hace algunos años ya no caminaba y tuve que llevármelo en el espinazo. La verdad ni se por qué me lo llevé. Ya era un anciano y lo mas seguro era que nuestros enemigos se apiadaran de él. Pero no pude dejarlo. Al ver su mirada asustada de perder lo que le quedaba de dignidad, decidí cargarlo. Quizá hubiera sido mejor haber usado mi cuchillo. En eso y en otras muchas cosas iba pensando mientras avanzaba hacia un bosque que se hacía cada vez más espeso. Pesaba tanto… seguí corriendo hasta que todo se puso negro, muy negro. No podía ver nada. Mi padre ya venía dormido. Se despertó en el momento que lo puse sobre la hierba. Se veía mal. Yo traté de animarlo contándole que pronto llegaríamos a otro pueblo y que ahí, seríamos recibidos como unos verdaderos héroes. Él no me creyó. Sonrió piadosamente y me pidió que me acercara. Yo lo obedecí y el me abrazó con una ternura que nunca antes le había conocido. Mis ojos se llenaron de agua y por un momento volví a sentirme niño. Mi padre me acarició el cabello y secó mis lágrimas. Hubiera sido bueno morir ahí, en ése momento. Con mi papá. Pero él tenía otros planes para mí. Endureció el rostro y volvió a ser aquél orgulloso sacerdote. Sacó de su morral unos hongos e hizo que me los comiera. Sabían a sangre. Rezó con un fervor que no le conocía. Su voz se fue haciendo cada vez más tenue… dejé de escucharle.
Desperté ya de madrugada. Busqué a mi padre y lo cargué. Ni siquiera se movió. Estaba frío y rígido. No me importo. Corrí por varias horas más. Ya no pesaba tanto…

Era la 1:43 de la mañana. Raúl no podía conciliar el sueño. El miedo le había entumido los músculos del cuerpo y muy apenas había podido acostarse. Pensó en despertar a Cynthia, pero los pocos güevos que le quedaban se lo impidieron. Cerró los ojos, se tapó hasta la cabeza y trató de pensar en otras cosas: -“el América… ¿a quien irá a contratar el América?...”-.
Cynthia dormía, soñaba y lloraba al mismo tiempo. Ésa misma tarde había hecho un balance de su vida y los resultados estaban en números rojos. No, en rojos no, en números color guinda. Sentada en una silla del comedor, miraba fijamente el resultado de su prueba de embarazo. -“Que estúpida… ¿por qué no me cuidé?, ¿por qué no me cuidé?...”-.
Unos días atrás, todo en ella era ilusión y por fin había podido ver una luz de esperanza entre tanta negrura. Desde hace tres meses y dos días lo había conocido. Desde hacía tres meses y dos días por fin lo había encontrado. Sucedió en el lugar más improbable e impersonal del planeta: en una sala de Chat. Eso que empezó casi como un juego, terminó en algo totalmente desproporcionado. Al principio, ella misma dudaba de que tan verdadero era el sentimiento que sentía nacer; quizá sólo era la calentura de saber que alguien más se interesaba en ella. Muy pronto él le dio certidumbre. Sus amigas se burlaban de lo absurdo de la situación. Tiempo después, cuando Cynthia recuperó el brillo en su mirada, dejaron de reír. Solamente los separaban unos cientos de kilómetros, nada que no se pudiera solucionar. Todo pintaba de maravilla. Al menos eso cree la gente cuando lo que llaman amor, les nubla la razón.
Lloraba desconsolada. No podía creer lo de su embarazo. –“No puede ser… ¿por qué ahora?.. Justo en éste momento… ¡estúpida!... ¿por qué no me cuidé?... ahora si, todo terminó…”-. En ése momento toda esperanza de ser feliz se le fue de golpe. Era tan real la pérdida que hasta pudo verla salir por la ventana. Mírala bien, mi niña… ahí va tu felicidad… y nunca va a regresar.

La primera vez fue muy rara. No me malentiendan, no quiero decir que haya sido desagradable; debo reconocer que siempre hay algo de placer en los baños de sangre. Más bien fue especial. Si, ésa es la palabra. Especial…
Desperté y estaba completamente desnudo, solamente me vestía el pectoral que usaba en las ceremonias. Me sentía mareado. A mi alrededor sólo había algunos restos humanos y sangre por todos lados. Yo mismo estaba empapado. Me levanté despacio tratando de no hacer ruido y me asomé por entre los matorrales para ver si no había nadie cerca. Los zopilotes ya rondaban sobre la escena, así que salí corriendo temiendo que su presencia me delatara. Llegué a un arroyo y me bañé. A unos cincuenta metros una señora lavaba ropa. Me acerqué tímidamente y ni siquiera tuve que decir nada, ella gentilmente me extendió un taparrabos, le sonreí y me largué apenado. No sabía a dónde ir. Iba caminando sin rumbo, tratando de recordar lo que había pasado la noche anterior. Tomé una vereda que debía conducir hacia algún lado; al cabo de unas horas llegué a un poblado pequeño. Entré en una de las chozas donde había algunas mujeres cocinando y las pobres, al ver mi pectoral lleno de oro y joyas, se asustaron. Una de ellas salió corriendo y yo me quedé ahí, viendo las caras de todas ésas mujeres que me veían extrañadas. Me dio mucha pena. Yo apenas andaba vestido con un taparrabos. No es que yo fuera muy penoso, pero el hecho de tener a unas ocho mujeres de distintas edades mirándolo a uno fijamente, intimida hasta al más desvergonzado. Estaba a punto de irme cuando llegó el jefe de la aldea. Me saludó efusivamente y me pidió que ofreciera una ceremonia de sacrificio para suplicar a los dioses por que los invasores nunca llegaran ahí. A cambio me darían comida, ropa y hospedaje por algún tiempo. Ni quise persuadirlos alegando la falta de lugares sagrados en donde practicar los sacrificios. Tampoco les dije que de nada serviría hacerlos. Ellos llegarían tarde o temprano.
La elegida fue la hija menor del viejo brujo. La habían elegido en parte, con el afán de castigar la ineptitud de su padre. Era una niña de unos once años. No era bonita, pero el miedo en su rostro le daba una belleza muy particular. Yo me vestí para la ocasión con una combinación de ropas de varios tipos y me pinté la cara con descuido. Era la caricatura perfecta de mi padre. Apenas podía soportar la escena. La música desafinada tocaba mientras una patética procesión de gente odiosamente esperanzada, caminaba torpemente hacia el improvisado altar. Tomé de la mano a la niña y la recosté sobre la piedra. La miré a los ojos y le dije que no tuviera miedo, que ella iba a un lugar mejor. ¿A un lugar mejor? No sabía ni lo que estaba diciendo. Mis palabras la calmaron un poco. Cerró los ojos. Por un momento contemplé los pezones de sus nacientes senos. Sentí lástima de que nadie los fuera a ver jamás. De que nunca nadie los fuera a mordisquear. Recordé a mi mujer y a mi hijo. Ni siquiera había podido llorarlos. El cuchillo no era lo suficientemente filoso, sin embargo, yo asesté un golpe con la fuerza que se le da a los buenos cuchillos. Grave error. Sentí como la obsidiana se quebró dentro de la niña. Ella lanzó un grito espantoso que acabó con la música y con el ánimo de los asistentes. Yo no sabía que hacer. Ya no tenía cuchillo y el pecho a medio abrir apenas si dejaba ver los interiores de la pobre niña. Tenía que acabar con el trabajo. Hundí los dedos en la herida y tiré con fuerza, un pedazo de carne saltó y metí la otra mano, el cuerpo tembloroso no me dejaba llegar al corazón. La agarré con fuerza del cabello y la azoté varias veces contra la piedra hasta que perdió el conocimiento. Las lágrimas no me dejaban ver, los mocos entraban por mi garganta (no lloraba por la niña, claro… lloraba por mí). Saqué el corazón aún latiendo y la gente rompió en un grito ensordecedor. Sintieron que la sangre derramada les garantizaría su bienestar. Yo creo que fue lo impresionante del espectáculo. Por cierto… la niña no se cagó.
Yo estaba decidido a sobrevivir. Estaba dispuesto a lo que fuera. Sentía hambre por la vida; voracidad, para decirlo mejor. Ése día no sólo maté a la pobre hija del brujo. Ése día también maté los recuerdos de mi vida anterior. En parte, ése día me maté a mi mismo.

Ya eran las 2:12 de la mañana. Cynthia seguía profundamente dormida, ahogándose en lágrimas fuera y dentro de sus sueños. Raúl seguía sin poder dormir. La idea de pensar en otras cosas no le había servido y aunque el aire del abanico era fresco, él seguía sudando como marrano en rastro municipal. La voz del patio lo mantenía muriéndose de miedo. De pronto, se levantó de golpe. No recordaba si había cerrado con llave la puerta de la cocina. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza. El terror ya le hacía imaginar figuras en la oscuridad y ruidos en su cabeza. Tosió muy fuerte para despertarla , pero ella ni lo peló; la pobre seguía inundada en sus sueños. Él pensaba en bajar pero su cuerpo no le respondía, seguía paralizado por el miedo. –“Raúl…”- la voz le llamaba. Recordó cuando era niño y se imaginaba que monstruos habitaban bajo su cama. Entonces, venía su mamá y le demostraba que no había nada, lo besaba en la frente y lo arropaba. Cómo deseaba ver a su madre entrar por la puerta para encender la luz. –“Raúl… vengo por ti…..”-. Esta vez la voz se escuchó mas cerca. Luego, una leve risa burlona. A Raúl se le doblaron las piernas y cayó pesadamente en la alfombra. El corazón se le quería salir del pecho, batallaba para pasar saliva y su respiración era entrecortada. Gateó hasta la puerta, el pulso le temblaba. Alcanzó a escuchar el rechinido de la puerta de la cocina. Un chorrito de orines pintó su pijama. Sintió vergüenza. Volteó hacia la cama y apenas distinguió la figura de su mujer cubierta de colchas. Lentamente tomó la chapa y la giró muy despacio…

En la aldea comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Gente comenzó a desaparecer y los pobladores le echaban la culpa al brujo. Un día decidieron lincharlo. Todavía recuerdo el sonido de su piel al desprenderse de su cuerpo. Murió dos días después. Aún así, las desapariciones no cesaron. Solían encontrar restos humanos a medio devorar por los alrededores. Yo comencé a engordar.
Pasaron algunas semanas y decidí irme. Ya no quedaba nadie en el pueblo. Caminé por una vereda estrecha, que conducía a otro camino mas ancho que iba a dar a la otrora orgullosa ciudad. Todavía estaba muy lejos pero el aroma a muerte ya se distinguía en el aire. Hasta los pocos animales que pude observar, tenían la mirada triste; como si estuvieran conscientes del exterminio de todo un pueblo. Intencionalmente me expuse a las patrullas de los invasores y no tardó mucho tiempo para que me encontraran y me arrestaran. Me golpearon con el mango de una espada y me amarraron a uno de sus caballos. Yo supliqué piedad y ellos rieron divertidos al ver a un pobre cobarde como yo. Caminamos hasta la ciudad, yo cerré los ojos para no verla destruida. Ya frente a los invasores, me solté llorando como un niño asustado. Parece que eso los divertía, porque no me hicieron nada; al contrario, me llevaron hasta su jefe para que me interrogara. Era muy joven y apestaba. Una mujer de mi gente tradujo todo lo que le dije y el español me perdonó la vida. A cambio, juré lealtad a su Rey y adopté su religión. Traicioné a muchos de mis amigos y los españoles me trataban casi como a su mascota. Jugaban conmigo y yo les seguí el juego durante muchos años. Ni cuenta se daban que de vez en cuando desparecía misteriosamente uno que otro soldado. No era raro, ya que todavía andaban por ahí algunos guerreros sueltos. Yo seguía practicando ceremonias a escondidas y me daba gusto destazando carne blanca. A los ojos españoles, siempre fui un arrastrado y servil. Hacía todo lo que me pedían. Unos se fueron y otros más llegaron; aún así la situación seguía siendo la misma. Para ellos, nosotros seguíamos siendo unos esclavos y nuestras mujeres, unas putas sin valor alguno. Hasta consideraron llevarme a su país, pero yo me rehusé alegando que aquí les era más útil. Pasaron muchos años, muchos españoles por mi tierra y yo no envejecía. Los pocos que se dieron cuenta, no vivieron para contarlo; los demás ni me volteaban a ver. Yo era como un mueble, como un perro. Algo insignificante. Mejor para mí.
Allá a principios del siglo XIX, un grupo de inconformes inició un movimiento armado. Al principio no me importó, pero al ver que llevaban las de ganar, me uní a ellos. Fui un insurgente. Luché al lado de un sacerdote y hasta le llegué a apreciar. Debo confesar que ni siquiera estaba muy enterado del fin que perseguían, no me importaba. Simplemente quería pertenecer al bando vencedor. Al consumarse la independencia, yo ya no formaba parte del movimiento. Me había aburrido. Yo creo que por eso no salgo en los libros de texto. Después, me dediqué a viajar. Recorrí todo el mundo, conocí muchas civilizaciones, amé mujeres de todas las razas, bebí de todos los vinos y probé manjares que nunca imaginé que existieran. Es curioso como la carne humana cambia de sabor dependiendo de la alimentación, raza, etc. Por ejemplo: los asiáticos tienen un sabor medio dulzón, mientras que los negros saben un poco más fuerte.
Luego regresé. Fui testigo de muchas cosas. Nuestra gente se seguía matando por cuestiones y causas diversas y de ésa manera vi como se fue moldeando el perfil del mexicano. Yo no me sentía como tal. Yo no formaba parte de ése país nacido del fuego y la sangre de sus propios hijos. Mi verdadera patria había desaparecido hace mucho, y no tenía intención de adoptar una nueva. No sé ni por qué regresaba. Quizá porque en el fondo, sabía que nosotros no habíamos sido mejores.
A principios del siglo XX, se desató una nueva guerra. Hastiado, me fui hacia los Estados Unidos. Aprendí inglés y aprovechando mi apariencia exótica, me hice pasar por comerciante hindú, traficante árabe, y sin problemas me rocé con lo mejor de la sociedad norteamericana. Los gringos son muy especiales. Creen saberlo todo pero créanme que son inmensamente ignorantes. Basta con adularlos para que inmediatamente te abran las puertas de su casa. Ellos también se la pasan de guerra en guerra, con la diferencia que ellos pelean contra todo el mundo. Pero allá no hay héroes. Todo es un negocio. Hasta la guerra, a donde mandan a los pobres a pelear por las causas de los ricos. Llegué a despreciarlos tanto. Una noche me comí a toda una familia texana, no sin antes apropiarme de todas sus posesiones, pozos petroleros incluidos. Cómo me divertí.
Pronto me di cuenta que el mundo iba muy rápido. Yo me sentía cada vez más fuera de lugar. Fue entonces que decidí regresar. Ya era la década de los sesentas. Como no hallaba que hacer, me puse a estudiar. Terminé la carrera de abogado, contador, doctor. La profesión de médico era la que más disfrutaba. Me daba la oportunidad de seguir practicando mis sacrificios de una manera mas pulcra y sin tanto salpicadero. Además de mis varios títulos profesionales, cuento también con varias maestrías y diplomados. Por cierto, hablo todos los idiomas conocidos. No es que me las dé de muy inteligente pero créanme que cuando uno es así, cuenta con mucho tiempo.
Por las noches frecuentaba los bares y cabarets de la ciudad. En ellos bailé cha-cha-chá, danzón, twist, etc. Me enamoré mil veces con las canciones de Lara y lloré otras tantas con las de José Alfredo. Ahí mismo en esos lugares, conocí a muchas de mis víctimas. De todos los tipos: señoras de sociedad buscando aventuras o simples muchachas de provincia tratando de integrarse a la modernidad; gordas, flacas, bonitas, feas. De todo. Era tanta mi sed de sangre en ésas épocas que no reparaba en formas ni clases. Me di gusto matando a destajo, como si se tratara de cumplir con una manda. Lo hacía con desparpajo, quizá con el deseo oculto de que me descubrieran, pero era tan grande la mediocridad de los cuerpos policiales que ni siquiera investigaban mis matanzas en un orden específico. Surgieron miles de teorías y ninguna acertaba a dar con la verdad. Desesperados, terminaron echándole la culpa a un don nadie. El elegido fue un indigente desarrapado que solía dormir a las afueras de la Basílica. Luego escuché que en la cárcel lo violaron hasta matarlo. Pobre idiota.
Yo me calmé un poco. Hasta ése entonces, nunca había tenido real conciencia sobre el arte de matar. Pero justo en ése momento, contemplando la sangre de una de mis víctimas escurriendo entre mis manos, llegó la luz. Analizando con calma la situación, llegué a la conclusión de que realmente era bueno para ello. Después de mucho pensarlo, decidí cambiar de aires. Me dirigí a un lugar en donde la vida vale muy poco, en donde más y mejor se mata, y en donde además te pagan por hacerlo: la frontera.

2:50 de la mañana. Raúl abrió muy despacio la puerta. Apenas unos centímetros. Su respiración era cada vez más agitada, una gota de sudor le cayó en el ojo. El ardor le hizo cerrarlo, pero el temor de perder la poca visión que le quedaba le hizo mantenerlo abierto, no obstante el inmenso dolor. Trató de distinguir algo a través de la pequeña rendija, trató de concentrarse en escuchar. Una leve respiración, casi como un bufido se oía dentro de la casa. –“Raúl… vengo por ti… ya estoy aquí…”-. En ése momento recordó aquella llamada a la que no le dio demasiada importancia. Hace días alguien lo había llamado y con ésa misma voz gutural le había recitado exactamente las mismas palabras. Entonces creyó que eran las pendejadas de alguno de sus amigos. Ahora todo cobraba sentido. Sus ojos se dilataron, el vómito llenó su garganta, tuvo que tragárselo. Al escucharlo, Cynthia se enderezó medio dormida y extrañada de ver a su marido en el suelo, preguntó: -“¿Qué estas haciendo?”- encendió la lámpara del buró. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. La luz hizo que Raúl diera un brinco, estaba aterrado. No atinó a articular palabra, pero a señas le indicó a Cynthia que apagara la luz y guardara silencio. Ella no hizo caso, se levantó de la cama y se hincó a su lado. Molesto de que su mujer notara su desagradable olor y su terror desmedido, trató de alejarla. Sintieron que algo subía por las escaleras. Las pisadas eran fuertes y pausadas. La respiración mezclada con gruñidos se escuchaba cada vez más cerca. Ella lo miró sin entender que era lo que pasaba. Él la miró con una mezcla de súplica y vergüenza, una lágrima resbaló por su mejilla. De pronto, las pisadas y el bufido cesaron. Los dos sabían que aquello que había subido por las escaleras, se encontraba justo detrás de la puerta; hasta podían percibir la peste a tierra mojada. Él comenzó a llorar, ella lo abrazó. Una risa se escuchó del otro lado de la puerta. Muy cerca.

Llegué a la ciudad de Reynosa, allá por los ochentas. Era invierno y hacía mucho frío. No me costó mucho trabajo acoplarme al tren de vida de la gente fronteriza. Me agradaba la amabilidad y la sinceridad con la que me trataban. Para ése entonces yo ya no necesitaba de riquezas ni mucho menos. Era dueño de una compañía petrolera, además poseía varias propiedades dentro y fuera del país. Llegando compré una casa modesta. Tenía un gran patio. Hice algunos amigos y pronto conocí la vida nocturna del lugar. Era muy especial, muy diferente a lo que había visto. Ahí la gente parrandeaba como si se lamentara, como si parte de su vida les fuera en ello. Me gustaba. Al cabo de algunos años hasta adopté el acento norteño y cuando me preguntaban de dónde era, contestaba que yo había nacido ahí, en ésa tierra. Me gustaba tanto su gente, que no maté lugareños; me concentré en matar gringos y a los pobres “mojados” que regresaban del otro lado.
Aburrido, carente de acción y de un plan específico, decidí plantarme en la casa de uno de los jefes del narco. Toqué a la puerta y un tipo mal encarado, de sombreo y botas picudas, me dijo que me largara de ahí. Sin decir nada, me lancé sobre el y lo golpeé hasta casi matarlo. Salieron otros tipos y me amagaron. También salió el patrón. Al ver el sangriento espectáculo se sorprendió y me pregunto el por qué había golpeado a su guarura. No le di ninguna explicación. Sólo le pedí que me diera la oportunidad de servirle, le dije que yo estaba dispuesto a ser su matón y que el primer “trabajito” sería de cortesía. Él se quedó mirándome y después de un rato, soltó una carcajada. Me pidió que lo siguiera a su oficina privada. Ahí me entregó unas fotos de un policía, ésa sería mi primera asignación. Me despedí y volví mas tarde con la cabeza del infeliz dentro de un cartón de cerveza. Desde entonces me convertí en el matón principal de uno de los capos más influyentes de la región. Como condición sólo pedí que me dejaran usar mis propios métodos, entre ellos, quedarme con el cadáver. Disfrutaba tanto mi trabajo que a veces hasta se me olvidaba cobrar la recompensa. Yo era rico y el trabajo lo hacía solo por diversión. Perfeccioné tanto la forma de matar. Estaba feliz. Al fin había encontrado mi verdadera vocación. Desgraciadamente el gusto me duró muy poco. Llegó la década de los noventas y para ése entonces mi patrón ya había sido asesinado. Seguí matando sólo por placer pero conforme pasó el tiempo, hasta eso me aburrió.
Recibí el nuevo milenio rodeado de mujeres y completamente borracho. Al siguiente día me sentí miserable. No hallaba que hacer con mi vida. Ya estaba cansado. Salí a buscar más vino. Iba pensando que comprar, cuando un aparador de una tienda de electrónicos capturó mi atención. Un niño jugaba en una computadora y parecía divertirse mucho. Entré y compré la más cara. Contraté los servicios de un maestro para que me diera clases y pronto me convertí en un experto de la informática. Ya antes había tenido un acercamiento a las computadoras, pero los nuevos aparatos eran realmente sorprendentes; y eso que nunca fui un entusiasta de la tecnología, debo confesar. Luego llegó el Internet. Me convertí en un adicto a las salas de Chat y a “navegar”. Conocí muchas cosas, me fascinaba entrar a las páginas de juegos y me pasaba horas leyendo información de todo tipo. Hasta dejé de matar. Sólo lo hacía para alimentarme, pero hasta sentía que eso me quitaba tiempo.
Luego, un día ocurrió. Pasó casi sin darme cuenta. La conocí en una sala de Chat en donde se intercambiaba música. Al principio no le puse mucha atención, pero no sé, algo en ella me atraía enormemente. Debo confesar que desde que murió mi señora allá en la época de la conquista, nunca me fijé de nuevo en otra mujer. Tuve varias amantes pero la verdad, sólo las usaba para satisfacer mis más básicas necesidades. A todas terminé por devorarlas. Pero con ella fue distinto, era muy raro, no sé. Era como si la conociera de toda la vida; nos pasábamos horas conversando. Con ella me sentía libre, me hacia sentir, ¿cómo lo digo?... me da un poco de pena... querido, ésa es la palabra. Me contó que era casada, no me importó. No me importaba nada, mas que ella. Por primera vez, sentí vergüenza de lo que era, de todo lo que había hecho. Me sentí indigno; prometí que nunca más iba a matar y cumplí. Y cuando ella muriera, yo moriría también, ¿qué caso tenía seguir?, ya había vivido mucho; mucho más de lo que puede soñar un simple mortal. Todo fue tan rápido. Nos enamoramos. Ya sé lo que están pensando… pero, ¿Qué saben los psicólogos del amor?, en esto no hay reglas señores… sólo pasa y ya.
No era feliz en su matrimonio. Acordamos que hablaría con su esposo y le pediría el divorcio. Yo prepararía todo para ir a Guadalajara por ella y nos iríamos lejos, muy lejos.
Cynthia… mi Cynthia… mi amor.
3:13 de la mañana. Ellos seguían abrazados. Era una mezcla de sentimientos. Ella recordaba las palabras de su madre, los sermones, que si se debe hacer todo lo posible por preservar un matrimonio, que si las cosas no son fáciles, que si hay que luchar, que el buenazo de Raúl realmente la amaba y que era su obligación poner algo de su parte. La vieja sabía bien como chantajear; quizá quería verla feliz. Luego vino a su mente el recuerdo de aquél que conoció en una simple sala de Chat y se recargó a llorar la pérdida de su futuro en el hombro de su asustado esposo. Él trataba de tranquilizarla creyendo que el llanto de su esposa era por miedo. No, era algo más terrible que el miedo. Era la seguridad de saber que nunca más podría ser feliz. Vino un largo silencio. Los gruñidos subieron de intensidad. La respiración se hizo más agitada, ellos retrocedieron asustados. Un fuerte golpe, y la puerta cedió sin oponer resistencia. Ahí estaba la bestia. Era parecida a un perro… negro… húmedo… hediondo… ojos amarillentos con destellos rojos… dientes filosos… avanzaba poco a poco… lentamente… Cynthia corrió a esconderse detrás de la cama y Raúl no pudo ni moverse… la bestia lanzó un espantoso alarido y saltó sobre él… -“¡No por favor!... estamos esperando un bebé…”-. Gritó ella mientras caía al piso bañada en llanto. La bestia volteó a verla desconcertada, Raúl también…

Que curioso… nunca pensé que me acordaría de aquellas doncellas sacrificadas en el altar de mi padre… pero al ver la mierda chorrear por entre las piernas de Raúl, me fue inevitable… sentí pena por él… uno tiene derecho a morir dignamente, y la verdad, eso distaba mucho de ser una muerte digna… cuando me lancé sobre él, ni siquiera lo toqué… se cayó solo… recuerdo que acerqué mis ojos a los suyos… para que antes de morir sintiera el verdadero terror… siempre me gustó intimidar… abrí mis fauces y escogí el sitio en donde iba a encajar mis dientes… el cuello era perfecto, una muerte rápida y silenciosa.
La escuché gritar… al principio sus palabras no tuvieron mucho sentido, pero aún en mi estado animal alcancé a comprender… sus ojos… eran hermosos… me hice a un lado y me quedé ahí… mirándola… tan hermosa… justo como la había imaginado… sentí la pérdida… dolió mucho… mucho más que las tijeras que su marido me enterró en el pescuezo… apenas si lancé un tímido aullido… caí de lado y ella me miró a los ojos… quiero pensar que supo quien era… lo más seguro es que no haya sido así… me levanté muy apenas, tenía que irme de allí… no podía permitir que ella me viera en ése estado… con la poca fuerza que me quedaba, salté por la ventana y rodé por la teja hasta caer al suelo. Ella se asomó y yo la vi por última vez….
A los pocos días hallaron mi cuerpo en un campo de fútbol cercano. La policía no supo a quien llamar. Se pasaron horas alegando a que especie pertenecía. ¿Perro?, ¿coyote?, ¿lobo?, ¿el chupacabras? No señores oficiales. Un Nahuál, sólo un triste Nahuál.


Fin

1 comentario:

Anónimo dijo...

BURRIS...PURAS FRUSTRACIONES,JAJAJAJA.
TE KIERO MUCHO AMIGO.
SALUDOS Y BESITOS.