28.7.08

Ellas...


No obligas a nadie a la despedida ni a la reconciliación...(Jaime Sabines)
Teté Tovar


Todo era verde; alrededor de ellas todo era verde. Se reunieron en el centro, ahí un largo y enorme hombre se acercó a hablares. Ellas intentaban mantenerse juntas, era la única forma de protegerse y resguardarse. Pero así como llegó ese hombre, llegaron otros más. Les hablaban suavecito al oído, querían convencerlas de irse con ellos; pero no, ellas tenían que estar juntas. Las horas pasaban y ellas no hacían más que mirarse unas a otras, se preguntaban entre sí lo que esos hombres querían. Era obvio hasta cierto punto, necesitaban de ellas y ha decir verdad, ellas también los necesitaban. Primero fue la mayor, ella decidió irse con ese largo y enorme hombre que le endulzó el oído. “La blanca” le decían, nunca se supo porqué si su piel era morena. El hombre se la llevó con rumbo desconocido. Nadie volvió a verla.

Como cada día se reunieron de nuevo, ahora le tocó el turno a “la roja” tal vez le decían así por el color de su cabello, un hombre menudo y simpático se le acerco murmurando palabras en su oído, ella sólo lo siguió. Las que iban quedando intentaban en vano mantenerse juntas. Dos días después llego un hombre sencillo, ojos grandes, labios carnosos, que miro tímidamente a “la clarita”; no se llamaba Clara, le decían así por el color de su piel y sus ojos “borrados”. El hombre no se le acercó, simplemente la observaba a una distancia prudente, ella lo veía y volteaba su rostro intentando evitarlo, pero no podía, algo fuerte la atraía a él. El hombre se dio la vuelta y se fue, “la clarita” vio tristemente como se alejó.

Atardecía de nuevo y estaban todas las que quedaban juntas, “la clarita” se sentó en la banqueta, no le interesaba que se acercara otro hombre, sólo el del otro día, pero éste no aparecía. De pronto “la clarita” levantó su mirada, vio detrás del muro al de los ojos grandes y labios carnosos, intentó hablarle con la mirada pero él desapareció. Ella se quedó triste, meditando su falta de valor para acercarse y decirle que la llevara con él. Las demás esperaban en vano el arribo de los hombres de las palabras dulces. Pero nada. Aunque fuera mentira, aunque durara sólo un ratito, esas pocas o muchas palabras las hacían sentir mujeres por un momento. “La clarita” se arrejuntó con las demás nuevamente para esperar. Fue extraño pero hoy no apareció ninguno.

En el centro de tanto verde, ahí estaban de nuevo todas, una ayudaba a la otra a peinarse, a ponerse “bonitas”, al principio eran 15 entre “lisas” y “rayadas”, a una de ellas la llamaban “la negra” era algo así como la líder; las “lisas” eran las más jóvenes, las “rayadas” eran mayores y ambos grupos convivían día a día. Ellos llegaban a buscarlas, siempre con la misma urgencia casi sin fijarse en cómo eran, simplemente con que fueran ellas. “La muerte”, así le llamaban a una de ellas, quizá por ese color azulado que parecía nunca abandonarla, no sabían si estaba enferma o era su color natural. Hoy fue su día un joven alto, delgado, se acercó a ella y le pidió lo acompañara, se la llevo casi a rastras; ella se veía siempre débil pero aún así partió con él. “La lila” y “la bugambilia” sólo atinaron a verse las caras mientras la vieron alejarse. En eso se acerco él, tenía cara de buena persona, unos ojos que sólo mostraban ternura y una sonrisa sincera, era alto, o al menos así lo veía “la clarita”; para ella era alto, tez morena y manos amables. Él se detuvo al verla y ella tuvo que bajar la mirada, se sonrojó como si fuera cualquier otra mujer y no “la clarita”. “La ámbar” se acercó a ella y le pasó un brazo por encima del hombro, “¿te gusta?”, a lo que el hombre respondió “la quiero”, una de las lisas se le acercó y le dijo, “le preguntó a ella, no a usted” y las demás rieron con descaro. “la clarita” se sonrojó nuevamente y sólo mustió un “si”, “entonces qué esperas” le preguntó, “ve con él”. “La clarita” se le acercó y él le pidió que caminara a su lado, en silencio. Al alejarse él le dijo “hace tiempo que la veo, hace tiempo que la quiero para mi” ella sólo guardó silencio, sonriendo por dentro; ella también tenia tiempo viéndolo, ella también lo quería para sí.
Unos meses después, ya no eran las quince, quedaban pocas. “La mandarina” le decían, quizá por pequeñita, no se sabe en realidad. De poca estatura, delgada, ojos verdes y pecosa. Tenía siempre un aire triste en su mirada pero sonreía con frecuencia, ella se mantenía un poco al margen de las demás ya que siempre parecía estar en otro mundo, era más bien algo retraída. Una tarde, estando sentada en lo verde, se acercó un hombre alto, aperlado que le dijo “quiero que vengas conmigo, quiero llevarte lejos” sus verdes ojos se chisparon, su sonrisa apareció y se puso de pie, “¿porqué yo? Habiendo otras tan guapas, ahí tiene a “la negra”, todo ese porte en una sola mujer” él se limitó a escucharla y sonreír; las demás la miraban con ojos inquisitivos, insistentes, “la soleada” llamada así por su tonito amarillento, le hacía señas con la mano como diciendo “¡vete ya, qué esperas!”. “La lila” y “la bugambilia” se miraban entre sí y la miraban a ella, “la hiedra” no pudo más y le grito “no seas boba, ve con él”; “la mandarina” se acercó al hombre, lo miro de arriba abajo, se paró a su lado y se “midió” con él para ver su estatura. “La negra” se quedó observándolos y se fue acercando lentamente mientras apagaba su cigarrillo. “mira mujer, o te vas con él ahora o te quedaras aquí de muestra” le dijo al tiempo que le tomaba la mano y la unía con la de él quien sonrío de nuevo atrayéndola hacia sí susurrando algo en su oído, “la mandarina” sonrío asintiendo levemente y ambos se alejaron de ahí.

Una noche “la negra” se dio cuenta que estaba sola, espero en vano a las demás pero nunca llegaron, encendió un cigarro y se sentó a esperar. Pasaron las horas y se hizo de madrugada, empezó a desesperarse y tomó su bolso para irse. De pronto entre las sombras surgió él, un hombre misterioso que la tomó por cintura y le dio un largo beso, así sin pedirle permiso. Ella se sobresaltó, ellas no besaban a nadie, nadie las besaba a ellas…en los labios. Intentó alejarse de él, jamás lo había visto y…esas cosas no se hacen, no está permitido. El hombre no la soltó y se la llevó, de lejos parecía a la fuerza, pero en realidad no era así. Desde hace tiempo ella lo esperaba, desde hace mucho ella deseaba ser besada así. Nadie extraño su presencia en aquel lugar, nadie se dio cuenta que no estaban más. Así como llegaron así fueron desapareciendo, una a una, dejando nuevamente lo verde…verde.


13.7.08

DORITA ES ZURDA...


DORITA Y SU MANO PACHONA
Carlos Román Cárdenas


La escena no lucía nada bien. Por más validos que fueran los argumentos de Dorita, ¿quién en el hospital iba a ver con buenos ojos que un empleado de limpieza acariciara con singular alegría el cuerpo desnudo de una cuadrapléjica, mientras ésta lo masturbaba con la única mano que podía mover? Nadie. No comprenderían, nunca entenderían lo salvaje que puede llegar a ser la sexualidad de quien no puede ejercerla libremente. El sexo es una de las muchas cosas que el ser humano da por sentado. Subestimado, definitivamente.
El chisme sobre el incidente manual de Dorita corrió a velocidad luz por los pasillos del inmueble, y los directivos del hospital temieron que la noticia fuera a parar a la prensa. Estaban indignados. Nunca antes habían tenido semejantes antecedentes. Inmediatamente tomaron medidas; corrieron al pobre Sergio y decidieron que desde ése día, sólo personal femenino iba a tener acceso al cuarto de Dorita. Ella no dijo nada, se limitó a librar de toda culpa al conserje. Su madre tampoco hizo comentario alguno.
Doña Lupe era una mujer callada. Desde hace ocho años no hacía otra cosa más que dedicarse de tiempo completo al cuidado de su hija. Ni marido, ni hijos, ni puesto de gordas. Nada. Dorita era su vida y en parte también, su agonía. No se rajaba. Ahí estaba siempre, dando pelea. Soportando lágrimas, berrinches, mentadas de madre. No lloraba y desde hace mucho tiempo, había olvidado como reír. A veces sentía que las fuerzas la abandonaban, pero cuando eso ocurría, se imaginaba en el lugar de su hija. En el infierno de su inmovilidad. En las ganas reprimidas, los anhelos frustrados, las esperanzas perdidas. Ésa era su terapia.

-“Debes aceptar a Cristo nuestro señor, como tu salvador…”-. Las palabras de la hermana Cristina sonaban huecas, hirientes. Siempre con el mismo sonsonete. Predicaba echando sal en la herida, y parecía gozar con ello. Usaba un tonito burlón, como pensando: -“ándele culera… por eso estas como estas… por puta… ¿Qué tal si caminaras?, ¡já! Ya me imagino…”-; al menos así lo imaginaba Dorita al seguir el movimiento de esos labios delgados, como de rana. Nunca le respondía ni le contradecía. Pero ése día en particular, Dorita traía el demonio adentro; como diría su mamá. Sus ojos negros brillaban furiosos y era sólo cuestión de tiempo para que de su boca comenzaran a salir toda suerte de barbaridades. Pudo haberse ido al insulto barato, pero no. Quería penetrar, adentrarse en las partes más sensibles del mocho interior de la pseudo predicadora. –“Oiga hermana… ¿los cristianos cogen?”- Un silencio denso inundó la habitación. Doña Lupe se levantó de su silla y caminó hacia el ventanal; trató de distraerse viendo el tráfico sobre el boulevard Hidalgo. La hermana Cristina hizo una pausa, cerró los ojos e inhaló con fuerza. Acarició la Biblia que descansaba sobre su regazo y miró a Dorita. –“No hermana… nosotros tenemos cosas más importantes en que pensar…”- Dicho lo anterior, abrió el libro para leer otro pasaje; volvió a ser interrumpida. –“Bueno, pero usted tiene hijos… cinco, para ser exactos… además, creo que perdió otros tres… y pues… no creo que hayan sido producto del espíritu santo… con perdón de Cristo nuestro señor aquí presente, ¿o si?”- Las palabras comenzaban a calar en la humanidad de la hermana. Desvió la mirada buscando que Doña Lupe interviniera, pero sólo encontró su espalda indiferente. –“¿Si hermanita, sus hijos fueron engendrados por Dios padre?... ¿es usted como la virgencita María?... ah, perdón… ustedes no creen en la virgen…”-.Cristina comenzó a ponerse roja, sus movimientos entorpecieron y en una de ésas, su Biblia fue a dar al piso. Trató de hacer un esfuerzo, pero su voz ya no era firme ni pausada; era chillona y vacilante. –“Mira nomás lo que me haces hacer… que bárbara…”- dijo mientras levantaba el pesado libro del suelo. –“¡Y para que te lo sepas niñita, nosotros creemos en el sexo por amor, y siempre dentro del sagrado matrimonio!… ¡no lo vemos como algo morboso o sucio, ni andamos fornicando como animales!”-. La hermana usaba la palabra fornicar y sus derivados porque el pastor de su iglesia la utilizaba a menudo, y porque según ella, era una palabra muy bíblica. –“Oiga hermana… ¿y usted cree que los apóstoles se cogían a sus esposas?... o el niñito Jesús… ¿usted cree que se cogía a María Magdalena, como últimamente se anda diciendo?... yo creo que si no se la cogía, de perdido se la jalaba pensando en sus puterías… al fin de cuentas era de carne y hueso, por más hijo de Dios que fuera…”-. La hermana no pudo contenerse más y se abalanzó sobre Dorita. –“¡Cállate niña pendeja, cállate!”- Doña Lupe vino corriendo y la tomó de los hombros, pero el coraje hacía que fuera difícil contenerla. Gritaba y manoteaba como loca, tratando de expulsar a los demonios que seguramente habitaban el cuerpo de la desdichada muchacha. La gritería hizo que personal del hospital viniera enseguida. Entre dos enfermeros lograron someter a la hermana Cristina, poniéndola de cara al helado piso. Pasados algunos minutos, se calmó. Pidió disculpas y se acomodó el traje sastre. Ya de salida y con los ojos húmedos dijo: -“Voy a orar por ti mija, para que Cristo Jesús entre en tu corazón…”-. Los ojos negros de Dorita la alcanzaron, -“Yo también voy a orar por usted hermana… para que Dios la ilumine y la haga un poquito más humana…”-. No dijeron nada más, la hermana nunca volvió.
Dorita era creyente. Simplemente, a veces dudaba de las misteriosas maneras de trabajar de Dios. Es normal. Estaba enojada con la vida. No entendía cómo una muchacha como ella, con toda una vida por delante, podía haber terminado en una cama de hospital, sin poder mover más que su mano izquierda. Estaba harta de que a cada rato le recalcaran lo valiente que era por seguir adelante. Para ella no era valentía; era resignación. ¿Qué chingados le hacía?, si por ella fuera, desde cuando se hubiera aventado por la ventana. No señor, no le puedes decir a alguien que es valiente sólo porque sobrevive postrado en una cama. Eso no es valentía. El ser humano sigue adelante porque su instinto de supervivencia aflora. Es algo primitivo, animal.

-“Me quiero morir mamita… ayúdame, por favor…”-. Generalmente, a Dorita la atacaban unas severas etapas depresivas después de cada uno de sus ataques de ira. Entonces, volvía a ser la misma muchacha indefensa, de voz dulce. Le pedía perdón a todo mundo, a su mamá, a las enfermeras, a los doctores, incluso hasta a Dios. Por las noches le rogaba que terminara con su vida, le prometía no volver a proferir blasfemias. Le pedía hasta el cansancio que la sacara de la condición en la estaba. Maldecía aquella noche de Diciembre, la misma en la que perdió todo. “Si al menos no hubiera ido a ésa posada… tan a gusto que estaba yo viendo la tele…”, pensaba una y otra vez. “Y todo por ver al idiota del Pepe… ¿y para que, para que me dejara tirada en el pavimento con el pescuezo roto?... si el infeliz ni siquiera fue para llamar una ambulancia… no debí salir, tan a gusto que estaba viendo la novela…”. Pero ésa noche Dorita no se quedó en casa a ver la televisión. En cambio, salió casi a escondidas para ir a una posada de la maquiladora. Ya de regreso, un conductor borracho la lanzó casi treinta metros sobre el libramiento. Recién había cumplido los diecisiete años.
Recuperó el conocimiento casi un año después, aunque estaba convencida que lo mejor hubiera sido no haber despertado jamás. -“Andale mamita… ayúdame… ya no quiero estar así…”-. A pesar de lo dramáticas que fueran sus escenas, Dorita sabía que por más ruegos y berrinches que hiciera, su mamá nunca la pondría a dormir para siempre. Lo que no sabía, era que Doña Lupe estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera en sus manos para calmarle el sufrimiento. Su madre era una mujer dura, pero no insensible. Estaba consciente que su niña nunca iba a volver a ser la misma de antes. Que por más esfuerzo o dedicación que le pusieran, nada le iba a garantizar a su hija una vida plena. Nunca se iba a casar, a tener hijos. ¿Y que iba a pasar el día que ella muriera, quien se iba a hacer cargo de Dorita?, ¿viviría hasta morir de vieja en un hospital sin poder ver más que un pedazo de cielo por el ventanal? Eso no es lo que una madre desea para sus hijos. Al menos ella no.

-“Estoy decidida doctor… creo que es lo mejor para ella…”-. Dijo Doña Lupe, sin agregar la más mínima emoción a sus palabras. El doctor Herrera se le quedó mirando por tres largos minutos, ella ni se inmutó. –“Esta bien, Doña Lupe… déjeme pensarlo… mañana le doy mi respuesta…”-. El doctor se levantó de su silla y acompañó a la señora hasta la puerta. Antes de irse, Doña Lupe lo tomo de las manos, –“Gracias, doctor…”, dijo. -“No me lo agradezca, que todavía no le he dicho que si…ándele, que le vaya bien, salúdeme a Dorita”-. El doctor regresó a su escritorio y le pidió a su secretaria que no le pasara más pacientes. Necesitaba salir de ahí, tomar aire fresco. Manejó sin rumbo fijo, terminó estacionado en la Plaza Principal. Sentado en una banca, miró a la gente pasar. Pensó en Dorita, en su mamá, en su esposa, en sus hijos. Trató de imaginar, hizo suposiciones, recuentos. Necesitaba hablar con alguien sobre el tema. Llamó a Federico, un psiquiatra medio pretencioso al que conocía poco, pero del cual se hablaban buenas cosas. Quedaron de verse en el Sanborn’s a las seis. Eso si no llovía, claro.
Herrera no se equivocó, Federico era bien mamerto. Aún así, le contó del dilema en el que se encontraba, y para su sorpresa, coincidieron plenamente. –“Mire doctor, yo creo en el ser humano, en sus circunstancias, en sus necesidades… estoy convencido que nosotros como médicos, tenemos la obligación de hacer menos penoso el trance de una enfermedad o condición… al final de cuentas, estamos tratando con gente que siente, con gente que desea… no se mortifique doctor, es usted un buen hombre y esta en lo correcto…”-. Las palabras de Federico reconfortaron a Herrera, pero éste no se lo hizo saber. En cambio, se quedó mirando el ir y venir de los carros; -“que buena vista tienen desde aquí…”-. Federico sonrió y se despidió. Herrera se quedó una media hora más, contemplando la vida allá afuera.

Cuánta soledad hay en el mundo. A los dos días de publicarse el anuncio, cientos de hombres de todas las condiciones, edades y formas, respondieron al llamado. La cita era en el consultorio particular del doctor Herrera, y la única condición que se les imponía era que no padecieran ninguna enfermedad contagiosa; de los perfiles psicológicos y demás detalles se encargarían Herrera, Federico y Dorita, personalmente.
Fue tal la respuesta que eso más bien parecía la audición para algún reality show. Tras más de doce extenuantes horas de entrevistas y fotos, por fin se dio por terminada la jornada de selección. A cada uno se le explicó detalladamente en que consistía el asunto y a todos se les obligó a firmar un documento de confidencialidad, notario público de por medio. Los elegidos serían notificados en un mes, y no se permitirían presiones de ningún tipo. Si a alguno de ellos se le ocurría llamar o preguntar, automáticamente quedaría descalificado.
De lunes a viernes, de seis a ocho, los médicos llevaban café y pan dulce al cuarto de Dorita. Ahí, iban eliminando a los candidatos menos aptos y a uno que otro psicópata. Dorita tachó de la lista al marido de la hermana Cristina, nomás por no chingar gente. A la tercera semana, la lista ya estaba terminada. Los últimos siete días se emplearon en planear el rol y la logística. Esto fue un poco complicado, pero respaldados por activistas pro-derechos humanos y blandiendo algunos tratados de países como Suecia y Dinamarca, las autoridades terminaron por respaldar el controvertido plan.
Se cumplió el plazo y los elegidos fueron comunicados puntualmente. Las citas serían de una a tres horas máximo, siempre a las 5 de la tarde. Los domingos serían de descanso, salvo aquellas ocasiones especiales en las que se organizaría un gang-bang; o para quienes no ven pornografía, un “todos contra Dorita”.
Por fin llegó el día. El doctor Herrera y Federico se encontraban nerviosos; todo lo contrario a la mamá de Dorita, quien soñaba ya con las horas de descanso que tendría a partir de ése momento. Incluso, planeaba ya la reapertura de su puesto de gordas.
Justo después de la comida, Dorita recibió un baño a consciencia. Hasta una de las enfermeras; muy enterada de cosas cachondas y sexosas, le hizo un depilado especial tipo teibolera. Dorita pidió que la perfumaran y la dejaran completamente desnuda, destapada.
Llegó la hora señalada. El primero de los afortunados hizo su aparición: Arnulfo, un famoso ex luchador convertido en velador. Entró y al ver el delgado y moreno cuerpo desnudo de Dorita, se sintió intimidado. Ella lo miró y su honesta sonrisa despejó cualquier duda en la mente del cincuentón.

-Ven Arnulfo… acércate… no sientas pena, puedes tocarme…-
-Pues… la verdad, yo quería platicar un ratito…-
-No te preocupes, podemos platicar… pero ven, tócame… no desperdiciemos esta oportunidad… déjame hacerte sentir bien…-
-OK… gracias…-

Desde ése día, nacieron varias Doritas. Dorita amante, Dorita psicóloga, Dorita amiga, Dorita mamá. Por su habitación, desfilaron diferentes historias; ilusiones, traumas, inquietudes, decepciones. De ésa manera Dorita viajó, conoció, sintió y vivió a través de sus amantes vespertinos. ¿Qué importaba que uno que otro le endulzara el oído con promesas de amor? Para ella todo era nuevo, fresco, vivo.
No hubo más arranques de ira, ni depresiones despiadadas. Por las noches, Dorita miraba por la ventana el cielo estrellado. Pensaba en lo afortunada que era. Después de todo, tenía más sexo y variedad que cualquier mujer promedio.
Un día, en la oscuridad de la noche, hizo un recuento y llegó a la conclusión de que era feliz en un cincuenta y cinco por ciento. “Bastante feliz para estos tiempos”, pensó; “Bastante feliz…”.

7.7.08

Nada es suficiente...



Teté Tovar

“Diferentes formas de escribir lo mismo” se repetía mientras continuaba garabateando en una libreta, “el caso es que tengo que sacarme de dentro todas estas letras” continuaba escribiendo. De pronto se levantó y decidió salir a la calle, era media tarde y estaba nublado, parecía que el cielo empezaba a decidir caer al fin sobre el asfalto. Acostumbraba a caminar por las calles llenas de gente, nadie parecía reparar en ella nunca. Su vida era a veces tan monótona que escribir era su único escape, caminar era la forma en que viajaba su mente.

“Los miedos se botan encima” pensaba, “llegan de pronto, sin aviso, sin prudencia; simplemente invaden la tranquilidad”. Se levantó nuevamente de su cama para iniciar un nuevo día, no recordaba cuanto tiempo había pasado, sólo sabía que quería escapar. “vamos, levántate” le dijo una voz fuertemente, “no tienes que estar más tiempo en cama, ¡muévete!”. Tomó sus cosas y se encaminó al baño, o lo que él llamaba baño, en realidad era una choza a medio construir, sin techo, con una conexión mal hecha para traer agua de una cascada cercana. Entró y dejó que el agua helada cayera sobre su cuerpo desnudo, maltratado. “Anda, que aún falta gente, no eres la única aquí”, ella intentó apurar su baño, tendría que cortar la deliciosa sensación de calidez del agua helada al caer sobre su cuerpo, ese era uno de los pocos momentos en que podía estar en paz, en ausencia. El otro era cuando venías a su mente, cuándo algún aroma evocaba tu presencia; a veces ella te traía a su mente forzando tu esencia, tus palabras en sus sordos oídos. Cada vez que él la buscaba ella pensaba “abrazarte, besarte, conocerte…llorarte, alejarme…quererte” se repetía una y otra vez mientras simulaba escucharlo, mientras fingía poner atención. “Has lo que te digo y nada te sucederá, yo te protegeré” le repetía él intentando acercarse. “¿En realidad cree que le creo?” pensaba mientras él continuaba hablando “el haberte traído acá ha sido por tu bien, para que te alejaras de ese mundo loco e iluso en el que vivías” le repetía cada noche, quería convencerla de que él la cuidaría. Llegaba el momento de decir nuevamente “hasta mañana” en silencio y volver a su cama.

Cada vez que salía a la calle respiraba hondo y profundo. “Abrazarte, besarte, conocerte…llorarte, alejarme…quererte” murmuraba mientras caminaba; en su mente pasaban imágenes de aquellos días con ese hombre, la lluvia que caía le recordaba la tibieza del agua helada por las mañanas. “¿Cómo puede extrañarse lo que se odia?” se sorprendió diciendo en voz alta, un señor que pasaba a su lado la miró extrañado y siguió su camino. Ella sólo atinó a sonreír con una mueca, bajó la mirada y continuó caminando.

Llegó la noche “tanta oscuridad me abruma” pensó mientras él nuevamente venía por ella para “platicar”, en realidad era un monologo continúo. “¿Por qué viene cada noche?” seguía pensando mientras hablaba, de pronto él tomó su mano, ella se estremeció apartándola de él. “Te dije que para estar a salvo tenías que confiar en mi” le gritó exasperado; se levantó y se fue. Ella quedó ahí rodeada de oscuridad, esa penumbra que tanto miedo producía en ella, no se veía mas allá de un brazo de distancia, tenía que caminar dando tumbos para volver a su cama. “Conocerte, alejarme, llorarte…quererte, besarte…abrazarte” repitió hasta que el cansancio la venció.

Llegó hasta un parque, se sentó en una banca absorta en sus pensamientos. “¡Qué fresca está la tarde!” escuchó, “¿eres nueva en el vecindario?” ella no volteó a verle, creyó que le hablaba a otra persona. “Vengo con frecuencia y no te había visto” ella se giro y lo vio a los ojos, “mucho gusto, me llamo Rubén” sólo atinó a darle la mano y volvió a sus pensamientos. “Mmhh” masculló, “tú te llamas…” ella lo miro nuevamente y dijo entre dientes “Ana, mi nombre es Ana” le dijo para que la dejara en paz. Él suspiró largamente, no sabía como iniciar una conversación, pero tenía que hacerlo porque sólo así la conocería, sólo así podría calmar esa ansiedad que lo consumía. “¿Podría invitarte a tomar algo?” insistió, “está bien” aceptó ella con desgano, “vamos, aquí cerca hay un lugar”. Caminaron dos cuadras para llegar al Rincón de la Soledad, era una especie de bar Light, entraron uno detrás del otro y se sentaron en una de las mesas del rincón. “Como te dije antes, mi nombre es Rubén, soy dueño de una pequeña empresa que fabrica muebles” inició él para romper el hielo, ella lo veía atentamente pero no le ponía atención, “¿tu qué haces?” se hizo un enorme silencio, “oye, ¿me escuchaste?” le dijo rozando su mano, ella dio un brinco y se puso de pie “espera no quise…incomodarte” le dijo él, ella simplemente se fue.

Hoy no ha venido a buscarla, no sabe si sentir paz o inquietarse, se ha parado en la “puerta” de la choza para ver si lograba verlo entre tanta oscuridad; pero no, no ha logrado verlo. “¿Habrá sucedido algo?” se sorprendió pensando, tenía una especia de nudo en el estomago, “¡qué extraña sensación!” se dijo. Se dio la vuelta y volvió a su camastro, frío, húmedo. A la mañana siguiente salió de la choza para ir al “baño”, todo era silencio, parecía una zona fantasma, continuó su camino lentamente, observando a ver si alguien aparecía, pero no, no había nadie. Ni siquiera sus “amigos” de encierro, estaba totalmente sola. Intentó no entrar en pánico, regresó corriendo a la choza, tomo sus pertenencias (un plato, una cuchara, sus notas) y se marchó del lugar. No supo ni como llegó al camino y ahí un buen cristiano la recogió en su camioneta llena de gallinas y verduras, y la llevó a la ciudad. “No puede ser que estuviera tan cerca” pensó bajándose de la camioneta y dando las gracias al buen hombre; “no entiendo que sucedió” se decía mientras caminaba a su casa. Al llegar, era como si nunca se hubiera ido, lo único que evidenciaba su ausencia era la capa de polvo sobre los muebles, las plantas secas, los recibos acumulados y la falta de luz, la habían cortado. Se fue directamente al baño, se desnudo con rapidez y se metió a la regadera; para su sorpresiva costumbre, se dio un baño de agua helada.

Se asomaba un sol anaranjado por entre las persianas, estaba sentada en la mesa junto a la ventana, la suave tibieza del sol la hacia sentir segura, tenia una libreta entre sus manos y en ella intentaba desahogar sus temores con letras, su soledad con comas, su incertidumbre con puntos. “Diferentes formas de escribir lo mismo” pensaba al recordar sus manos, sus besos, sus caricias “cómo pudo dejarme ahí, olvidarse de mí así” se preguntaba. De pronto recordó todo de golpe, el día que se la llevaron, como simplemente la empujaron en un auto y partieron con ella dentro. “Besarte, abrazarte, conocerte…llorarte, quererte…alejarme” dijo en voz alta. Él la bajó del carro con fuerza, la llevó casi en vilo y la dejo caer en ese camastro que pronto sería su refugio, su condena. Rubén se llamaba, se lo dijo una noche de tantas en que le contaba sus historias, su vida, se fue enamorando poco a poco de él “para qué” se preguntaba, si él la dejo ahí en medio de la nada. “Ese roce” pensó “dijo que su nombre era Rubén” se repitió en voz alta. Intentó recordar, intentó volver a sentir. De pronto alguien la sacó de sus pensamientos, “Ana, es hora de tu pastilla” le dijo una mujer vestida de blanco “anda, tómala, te sentirás mejor” puso en su mano una pequeña y redonda píldora. “Pobre muchacha, tan bonita” le comentó la enfermera a otra de ellas que se encontraba llenando formularios “que le sucedería que se perdió de esa forma, vive en su mundo”, dijo pensativa. Ana tomó la pastilla y se alejó de ahí de nuevo. “Nada, nada es suficiente” se dijo “nada me hará olvidar”. “Abrazarte, besarte, conocerte…llorarte, alejarme…quererte” murmuraba mientras se alejaba.