9.5.08

aquí...


Aquí…
(y/o ahí...)
Teté Tovar

Aún no recuerdo como fue que llegué aquí. Recuerdo mis ojos, tu rostro, mi boca, tus manos, una puerta, el aire frío y…eso es todo. Me he despertado sentado en un sillón de la fila cinco de un avión. No tengo la menor idea de a dónde voy, ni cómo llegué aquí; estoy intentando abrir bien mis ojos y dejar de ver borroso a ver si así recuerdo algo más. Me reacomodo en mi asiento e intento llamar a la azafata para que, al menos, me oriente en mi destino. Ella viene, amablemente me dice que estoy en un avión que se dirige a Madrid, que todavía faltan unas seis horas para llegar, que puedo volver a dormir o que si quiero tomar alguna cosa. Le pido un café lo suficientemente cargado como para despertar y así ubicarme en tiempo y espacio. Lo trae con una sonrisa en el rostro sin darse cuenta de mi consternación al no saber en dónde carajos estoy ¡Y aunque ya se a dónde voy, no sé porqué voy para allá!

Una mañana en la que yo me dirigía a la librería me topé contigo, eras menuda y tenías el cabello largo casi a la cintura, tus ojos tan expresivos de un color no definido; es extraño no poder definir el color de tus ojos. Iba yo pensando en que tenía que encontrarme con mi editor para acordar cuanto tiempo me restaba para entregar el borrador de mi último libro. Todo era presión sobre mí, me había gastado el adelanto y aún no tenia idea de cómo terminar la historia; estaba justo en lo más interesante cuando de pronto, mi inspiración salió por la ventana y hasta hoy no había logrado que regresara a mi. Volteaste a verme sonriendo, apenada por bloquear mi paso, me miraste fijamente y dijiste: “yo a usted lo conozco”. Sonreí y pensé, cuántas veces he escuchado eso. “Puede ser”, respondí e intenté continuar mi camino, pero me detuviste y dijiste, “espere, usted es el escritor Lucas Tabarelli, él que escribe esos libros que parecen de amor pero resultan de suspenso y confusión ¿cierto?” “Si”, contesté, “soy yo pero no se lo diga a nadie”. Volvía a mirar tus ojos, esos ojos de un color inexistente, y quedé derrumbado sin poder levantar mi orgullo.

Después de hablar por horas con mi editor, me di cuenta que no había puesto atención, veía que sus labios se movían pero mi cerebro no registró ni gota de lo que dijo. En ese momento reaccioné y me percaté que tenía tus ojos clavados, estabas del otro lado de la vidriera observándome, como queriendo decirme algo o esperando a que yo saliera de aquí. Baje mi mirada un momento para revisar mis notas, cuando vi la vidriera no estabas más. Me desconcerté, puse menos atención en mi editor y perdí totalmente el poco hilo que tenía en la conversación. Mi cabeza empezó a preguntarse quién eras, qué hacías ahí y qué querías conmigo; por más que estiré el cuello por encima del hombro de Octavio (mi editor) no te encontré. “Esto es todo lo pendiente, tienes que entregarme esto en dos semanas ¿lo entiendes? ¡Dos semanas!”, recalcó Octavio, “¡si claro!” Y salí de ahí corriendo a ver si podía encontrarte, pero no fue así.

Pasaron los días y digámoslo así, me resigné a perderte sin haberte tenido jamás. Adelanté en algo mi trabajo y decidí que merecía una recompensa; salí a tomarme un café en un pequeño restaurante que tenía sillas en una plaza, también me dije que me hacia falta consentirme con la plana principal del periódico local. Sentado ahí ordené un expreso doble con espuma sin crema y doble ración de azúcar, abrí el periódico y me dispuse a hundirme en sus letras cuando de pronto y por el rabillo del ojo te ví pasar. Asombrado de mi asombro te seguí con la mirada; te detuviste y te sentaste en la fuente que está justo enfrente del café; parecía que buscabas o esperabas a alguien. Mi impulso fue ir hacia ti, pero decidí esperar a ver si aparecía esa persona a la que esperabas. Volví a lo mío pero parecía un tonto; un ojo sobre las letras y otro sobre tu cabello rojizo. Ahora si pude verlo, ¿rojizo o rubio? No logro enfocar así, en realidad necesito los dos ojos para saber el color exacto, pero no quiero que me veas y mucho menos que te percates que te estoy mirando. Me siento un completo idiota haciendo esto, hasta la espuma de mi café ha desaparecido y todo por dejarlo reposar; se enfriará pero no me importa, pediré otro o lo tomaré frío, al cabo que eso es lo in, ¡café helado! De pronto tu mirada recorre el lugar, como buscando; me asusto y me escondo tras el periódico tontamente al darme cuenta de que me has visto, tu rostro se ilumina con una sonrisa, te paras de la fuente y vienes hacia mí. Yo hago que hago como que no hago nada y lo más importante hago como que no te he visto. Te paras a mi lado y me dices, “Lucas ¿cómo le va? ¿Qué hace por aquí? ¿Viene con frecuencia? ¡Ya sé!, vive cerca de aquí”. Hablabas y hablabas como si no necesitaras aire para vivir, casi como si se te fuera la vida en ello y yo tontamente sólo asentía, no podía hacer otra cosa, estaba embelesadamente estúpido. Continuabas hablando y ahí, exactamente en ese momento descubrí tus ojos y mi mente empezó a intentar adivinar de qué color eran. Verdes… grises… y me sorprendí asegurando que eran verdes, pero después dude y dije: son grises. Tú continuabas describiendo tus vueltas por la ciudad, tus deberes, tus andanzas. Yo sólo te veía pensando en que la mejor forma de callarte era dándote un beso en esos labios rosados que se movían al unísono de tus palabras. De pronto y sin pensarlo me percaté del silencio y ahí me di cuenta que tenía una sensación húmeda en mis labios. Y así pasé del asombro a la vergüenza al saber que esa humedad provenía de tu boca sobre la mía, de tus labios en los míos; me separé de ti y vi tu rostro sorprendido y esa chispa de travesura en tu mirada.

Soy un perfecto idiota, salí corriendo después de haberte besado cual niño asustado. No dije nada, enmudecí y ni siquiera sé tu nombre. Algo está mal conmigo, me topo contigo hace unos días, descubro que lo que más deseo es volver a verte, te tengo nuevamente frente a mí, te beso y me voy sin preguntar en dónde vives. Creo que necesito terapia urgente, alguien tiene que ayudarme a descifrar que está mal dentro de mi cerebro que cuando tengo que reaccionar sólo atino a salir corriendo. Me voy a la cama sin cenar, ¡autocastigo por imbécil!

Ya es de día nuevamente. Me levanto, tomo un baño, doy un sorbo a mi café y voy a mi escritorio a continuar escribiendo ese libro que ya se ha convertido en tortura para mí. Lo único bueno de esto es que mi escritorio esta justo frente a la ventana, lo malo es que me distraigo con todo lo que pasa afuera, es como estar viendo televisión en mudo. Allá por la acera de enfrente pasa la vecina muy apurada con su bolsa del super bajo el brazo, se topa con el que vende el periódico y algo le reclama, él sólo mueve la cabeza de un lado a otro diciendo que no. Acá un poco más cerca y detrás de un árbol está un niño que sonríe. Sólo él sabe sus maldades pero sospecho que tiene que ver con el dialogo de la señora y el del periódico. Vuelve a lo tuyo, me repito y bajo la mirada, las letras no se acomodan en mi mente, siguen en el mismo desorden que en el teclado. De pronto estaba ella, escribo… ¿de qué color serán tus ojos? me pregunto. Empiezo a divagar en mi mente buscando el color de tu cabello y el perfume de tu rostro, tu sonrisa al hablar y mi forma de callarte. ¡Eres un estúpido!, me repito constantemente… mira que salir corriendo como damisela, ¿qué tienes en la cabeza? ¡Basta! estoy decidido a buscarte, tengo que encontrarte para terminar con estas fantasías.

Regreso al café en dónde te besé, te busco casi hasta debajo de las mesas; me veo ridículo levantando sillas y pidiendo permiso a la gente para buscarte en donde ellos están sentados. Pero no me importa, tengo que encontrarte y preguntarte cómo te llamas. De pronto tengo la extraña sensación de ser observado. Al levantarme me he dado tremendo golpe en la cabeza; me lo merezco, por tonto. Me sobo el golpazo y volteo, estás de pie conversando con un mesero. Le entregas una nota y te vas. Me acerco al mesero y éste me reconoce mencionando que la nota es para mí, no la leo y salgo corriendo detrás de ti. Te veo que das vuelta en la esquina y te sigo a poca distancia. En realidad me da miedo alcanzarte y volver a comportarme como un tonto total. Estoy decidido, estoy a punto de darte alcance cuando de la nada; en realidad no tengo idea de dónde, salió mi editor. Apenas iba yo a articular palabra cuando empezó a gritarme, a decirme que era yo un bruto, que cómo era posible que aún no le hubiera entregado lo que me había pedido, que ya estábamos sobre la fecha de límite y que era él quien daba la cara por mi, mientras yo simplemente desaparecía como Gasparín; que ya estaba harto de mi y mis niñerías y que tenía de dos sopas: o le entregaba eso mañana a primera hora o lo diera por muerto. Esta vez si escuché todo lo que me dijo, sólo que por encima de su hombro intentaba no perderte de vista. En cuanto escuché el ultimátum salí por piernas para darte alcance, de pronto estaba otra vez a un dedo de tu hombro cuando diste un brinco para caer en los brazos de un hombre. Me quedé helado. Tu ni te enteraste que estaba detrás de ti, él si porque me vio bastante feo, pero yo volteé mi mirada y me hice el occiso. Retomé mis pasos y volví al café, “me da un expresso doble, con espuma, sin crema y doble ración de azúcar” y fui a sentarme en la última mesa.

Ya le entregué a Octavio lo que me pidió. No me interesa saber si está bien o mal; mi ánimo no está para críticas ni buenas ni malas. Empieza a decirme algo pero no lo escucho, me doy la vuelta y salgo de su oficina, voy a la puerta del edificio y de repente veo un destello rojo pasar por la banqueta. Mi corazón late, salgo corriendo pasando por encima de Rosita, la secre de Octavio. Ahora si, tengo que hablarte. Mi sorpresa fue enorme cuando volteaste y me miraste mientras hablabas por el celular, sólo decías; “si, te prometo que me cuidare esta vez y no estaré hasta tan tarde en la calle”, me hacías señales con el dedo de que guardara silencio, y yo sólo obedecí intentado adivinar si hablabas con tu papá, tu hermano o Dios no lo quiera, tu novio. Mi sorpresa aumentó cuando al colgar dijiste, “si Octavio ya te dije que tendré cuidado”. ¿Octavio?, pensé. Es el mismo que amenazó con darse por muerto, ¿será? Y al colgar dijiste, “mi hermano que no deja de preocuparse por mi, por cierto usted lo conoce, es aquél con el que hablaba en la librería, ¿qué relación tienen?”, preguntaste inocentemente al borde de mí desmayo. Todo este tiempo tan cerca y tan lejos, soy un completo idiota, queda confirmado. Le conté toda mi relación con su hermano y nos quedamos platicando horas, horas que parecieron días. A partir de esa tarde nos volvimos inseparables. Eso si, tuve que pedirle que dejara de hablarme de usted, me sentía viejo; así continué callándola con besos para que me dejara hablar alguna vez, otras prefería hacer como que escuchaba y perderme en ese verde de sus ojos. Una mañana en que ella llegó, entró en mi departamento, abrió las cortinas y me despertó con un expreso. No digo como, porque ya sabemos. Fue en ese momento en que me di cuenta que quería estar con ella siempre, amanecer con ella y anochecer también.

Una noche más y le propuse que se mudara a mi casa; sus ojos verdes (o grises) se abrieron, su boca sonrió y sólo atinó a decir si. Esa misma noche llegamos a casa, a nuestra casa e hicimos el amor como si nunca lo hubiéramos hecho. No queríamos que terminara, y no sé en que momento nuestros cuerpos se sumieron en un sueño profundo y relajante; sólo para despertar en un abismo incierto; no estabas, te habías ido. Fue apoderándose de mí un miedo terrible a no volver a verte. Me levanté y te busqué por todo el lugar, simplemente no estabas. Pensé en salir a buscarte pero decidí esperar, ¿a qué? no lo sé, pero me quedé sentado en la orilla de la cama como un niño esperando a que volviera su mamá. Pasaron las horas y no sabía de ti, no supe qué hacer a quién buscar para encontrarte, ni mucho menos a quién llamar para buscarte. Seguí esperando hasta que ya no pude más. Te llamé a tu celular pero estaba fuera de área, me envalentoné y llamé a Octavio; no importa si se molesta conmigo y menos importa si decide darse por muerto, tengo que averiguar que sucedió. En eso estaba cuando timbro mi teléfono y para mi sorpresa era Octavio, empezó a hablar tan rápido que no entendí ni la mitad de lo que dijo, le pedí que se calmara y que volviera a empezar. Comenzó diciéndome que no tenía yo vergüenza, que como era posible que yo y su hermana, que qué atrevimiento el mío, que cómo había sido capaz. Le pedí que se calmara y le pregunte por ti. Me dijo que le habías llamado diciéndole que todo había cambiado para ti, que tenías que marcharte y que yo no era el indicado. Le supliqué, le rogué a Octavio que me dijera en dónde encontrarte. Primero no quiso pero después de amenazarlo de todas las formas posibles, me dijo que estabas en ese lugar que ahora recuerdo tan vividamente. Tan sombrío y áspero, tan inmundamente confuso.
Llegué hasta ti silenciosamente, estabas ahí, sentada en un rincón abrazada a tus piernas. Ése cabello rojizo todo enmarañado sin ningún orden y aún así, para mi era hermoso. Volteaste a verme con esos ojos tan tuyos, tan inconfundiblemente tuyos; me miraste con tanto dolor y tanta pena que no entendí que sucedía. Intenté acercarme y me pediste con tu mano que me alejara, pero con tus ojos me suplicabas que te abrazara. Era tanta mi confusión que sólo atiné a acercarme un paso más, volteaste a verme suplicante y no pude evitar el estrecharte en mis brazos. Tenía que sacarte de ahí, tenía que llevarte a un lugar limpio y puro como tu. Te llevé en mis brazos hasta nuestra habitación, te arropé y quedaste tiernamente dormida. Fui a prepararme un café mientras pensaba qué sucedía, porqué te comportabas así.

Se hizo de día nuevamente y ahí estabas observándome dormir, sonreíste y era como si nada hubiera pasado. Te sentaste a mi lado sonriendo, pero tus ojos eran tristes. Intenté preguntarte que había pasado y con tu dedo callaste mis labios haciendo una mueca. Me levanté y vi que estabas junto a la ventana observando el panorama, te dejé sola y fui a tomar un baño; al volver no te vi, nuevamente me llene de angustia, pero ahí estabas, sentada en la cama, con la mirada perdida. Me acerqué a ti y volteaste a verme levantándote. Empezaste a decirme que me habías conocido en muy mal momento, que tu vida era feliz antes de conocerme, que no sabias; es más, que ni idea tenias de cómo era posible que estuvieras conmigo, o mejor aún; cómo era posible que yo estuviera contigo. Que tu vida y la mía no tenían unión, y que lo mejor era terminar todo lo que teníamos y dejar de pensar en lo que estábamos por tener. No supe que decir porque no entendía tus palabras, resonaban en mi cabeza sólo como ecos huecos; te paraste junto a la ventana haciendo un silencio sepulcral que servia para taladrar aún más mis oídos. Después, volteaste a verme, pero no me veías en realidad. “Esto termina aquí… no hay motivo para seguir juntos… es más fácil ahora que apenas empieza”, dijiste caminando hacia la puerta recogiendo tu ropa. “Es mejor que me vaya… sigue tu camino como si no nos hubiéramos topado jamás”, fui tras de ti y lo único que pude agarrar fue tu brazo, te solté porque dejaste escapar un suspiro y creí haberte lastimado; apuraste tu paso, pero logré ponerme entre la puerta y tu rostro… tus ojos… esos ojos que hacen que me pierda en un universo paralelo dentro del cual todo está bien. Me diste la espalda, fuiste a tirarte en el sofá gritándome que intentara entenderte, que por qué lo hacia tan complicado siendo tan sencillo. Te levantaste casi hecha una fiera, te acercaste a mi rostro y me dijiste: “no puedo estar contigo… no puedes estar conmigo… ¿que parte del “no se puede” no entiendes?”, preguntaste apretando los dientes y apuntando con tu índice mi pecho. Yo no terminaba de comprender en que momento se activó en ti tanto enojo. ¿Qué hice? Si lo único que intenté fue amarte, cuidarte en este poco tiempo. Lo menos que quise fue hacerte daño. De pronto, te alejaste nuevamente caminando a la ventana; no parabas de llorar hasta que me acerqué a ti, y volteando a verme, sollozaste que por favor te entendiera, que nunca habías amado así, pero que no podías dejarte amar así, que tenías que alejarte. Sin más, me dejaste sin palabras, sin poder moverme, impotente viendo como te alejabas de mí.
En ese momento intenté, lo juro, ir tras de ti pero al cerrar la puerta sentí como una ola venia y me arrastraba por todo el lugar, imágenes iban y venían dentro de mi cabeza sin un orden lógico. De pronto, sentí como si perdiera la razón, ya no pude soportarlo más y caí.

Es temprano. “¿Señorita, me da un boleto al más allá por favor...?” “¿joven se siente usted bien…? ¿Qué vuelo sale ahora mismo…? “Madrid…”, “démelo”. La sala de espera estaba helada, todo es tan frío en este momento. Subo al avión y sólo puedo recordar lo helado de tu mirada, de tu media sonrisa, de tus ojos tristes. Sin razón voy perdiendo el sentido; he olvidado a donde voy y porque me voy. He despertado, estoy en un avión. Una aeromoza me ofrece un café el cual acepto gustoso. No recuerdo nada de ayer, siento que he despertado de una pesadilla. En unas horas estaré en Madrid para la presentación de mi última novela. La has inspirado tú.



No hay comentarios: