11.6.08

GOYITA


GOYITA

Carlos Román Cárdenas


No se ve a gusto. Se nota que le incomoda haber nacido así. Siente que sus curvas le estorban, que algo le sobra entre sus piernas. Se viste como hombre. A cada paso que da, trata de derramar testosterona. Saluda a los taqueros de la esquina, bromea con ellos. A cada uno le da un fuerte apretón de manos. Sonríe a sabiendas que al darles la espalda, ellos se burlarán de su presunto machismo. No importa, en el fondo ella sabe que en muchos sentidos, es más hombre que ellos. Apenas va a ordenar sus gordas de deshebrada, cuando la mira pasar. La saluda tímidamente, como quien oculta sentimientos. Ella le devuelve el saludo dejando a su paso una estela de su perfume Avon. Alguien hace un comentario sobre las nalgas de la susodicha y ella reacciona violenta. Le piden que se calme, pero ella se va enojada, mentando madres. Se mantiene a cierta distancia de la depositaria de sus quereres; se adelanta para abrirle la puerta, la secretaria le agradece con una sonrisa. Entran a la Oficina Fiscal y cada quien a su trabajo. Todavía trata de seguirla con sus ojos hasta que la pierde detrás del mostrador. Su jefe la regaña por llegar tarde. Ella asiente pensando más en la secretaria que en sus quehaceres. Todo le molesta. Reniega de su condición, de su género. –“Ser mujer es poco práctico”-, piensa. –“Hasta para trabajar…”-
Para media mañana, ya terminó su trabajo. Va al baño a refrescarse y a echarse un poquito de desodorante. Se mira al espejo y lamenta no poder ir mejor vestida al trabajo; con sus pantalones de mezclilla, su camisa vaquera y sus ropers. Moja el peine y lo pasa por su corte tipo grupero, largo de atrás y cortito de los lados. Del short saca su viejo celular para ver la hora y sale corriendo. Sabe que siempre, a esa hora, la secretaria va al Seven Eleven a comprar un refresco y unas papitas. De lejos observa sus movimientos. Cada detalle le parece único. Hasta sus estornudos. Todas sus esperanzas se centran en que, ése día, la secretaria vaya sola a la tienda, para de ésa forma poder acompañarla. Ya lleva todo el verano esperando. Día tras día la misma rutina, pero ella no se desespera. Sabe que el día llegará tarde o temprano, y ella estará lista, al pendiente.
La mira levantarse de su escritorio. Parece que por fin, éste es el día. Se acerca a la puerta y ella camina a su encuentro, desenfundando su mejor sonrisa. Ya esta a sólo unos metros de su encuentro, incluso ya puede percibir el perfume que tantas veces le ha hecho soñar despierta. La secretaria la mira y sonríe, levanta la mano para saludarla; ella saluda también. Abre la boca para dejar salir unas palabras, pero una voz a sus espaldas la detiene de golpe. Es Martín, uno de los cajeros. La secretaria pasa de largo y saluda de beso al que le ha echado a perder su plan. Ella se hace a un lado. Se ha dado cuenta que ni la sonrisa ni el saludo eran para ella. Se siente estúpida, apenada. Quiere llorar, pero es demasiado hombre para hacerlo allí, delante de todos. Corre al baño, entra a uno de los privados y deja escapar un tímido sollozo. Mira el nombre de la secretaria escrito con pluma en la pared del panel. Eso la hace recuperar la compostura. Seca sus lágrimas y se da unos golpes en el pecho, se da ánimos. Piensa en la oportunidad que tendrá al día siguiente; ¿qué importa si no pudo hablarle hoy? Mañana habrá otra oportunidad. Y si no es mañana, será el viernes. Se mira al espejo para asegurarse que no haya quedado huella de su ataque de sentimentalismo. Sale del baño y camina rumbo a la salida mirando al suelo. Corre a tomar la pesera, pasa por el puesto de tacos y todavía le queda ánimo para otra mentada. Sabe que no se van a ofender, los hombres no son así, es más, se llevan así. Ella lo sabe bien, es uno de ellos.

Casi es de madrugada. Un cólico la despierta malhumorada. Sabe a que se debe y que fecha es. Cada mes es lo mismo. Maldice a Dios. Ésa es la manera en la que Él le recuerda lo que es. Su manera de burlarse. Siente vergüenza. Ya de por si es penoso tener que lidiar día a día con su cuerpo de mujer, con el hecho de tener que orinar sentada, con no tener barba ni bigote. No, eso no es suficiente. Todavía le manda recordatorios mensuales, por si le queda alguna duda. Va al baño y se da cuenta que los Kotex se acabaron. Toma un pedazo de periódico y se lo acomoda de mala gana. Eso es lo que merece su sexo, ése trato. El precio a pagar por ser cóncavo. Vuelve a la cama pero ya no puede dormir. Piensa en la secretaria mientras un pedazo de luz que se cuela por entre la raída cortina, alumbra caprichosamente el póster de Niurka, dándole justo en sus tetas operadas. Después de un rato, se duerme. Esta convencida de que, a pesar de la burla de Dios, el siguiente será un buen día.
Se levanta un poco más temprano que siempre. Va con su vecina y le pide una de sus toallas femeninas. Regresa de buen ánimo. Canta a todo pulmón en la regadera. Sale y le da la espalda al espejo de cuerpo entero que le regaló su abuelita. Sólo le gusta verse en él completamente vestida y de cerquita, para poder peinarse bien. Termina de arreglarse, se pone un poco de perfume con la esperanza de poder llamar su atención y sale de buen humor rumbo al trabajo. Sube a la pesera y ve que está llena. Suspira resignada y se mete a empujones entre el pasaje. Para cuando llega al fondo, ya esta toda despeinada y sudorosa. Pero eso no le va a arruinar el día, para eso trae en una bolsa de Soriana su desodorante y su gel para el cabello. Llega a la parada y se baja de un brinco. Mira su reloj y confirma que trae buen tiempo. El resto del trayecto lo hace a paso lento, contemplando los árboles de la plaza, el kiosco. Toma la empinada calle que pasa por la Casa de la Cultura y entra a la Oficina Fiscal. Todavía es temprano, pero ella prefiere comenzar su trabajo de una vez. Barre, trapea y lava los baños. Ya para las nueve terminó. Sale a tomar un poco de aire, la ve doblar la esquina y dirigirse hacia ella. Unos lentes oscuros tratan de cubrir sin éxito un moretón y su tristeza. Pasa a su lado y esquiva su mirada. Ella nota su pesar y piensa en seguirla, pero el saludo de los taqueros le roba la intención. Después de unas gordas mañaneras y una coca bien fría, entra a buscar a la secretaria. A unos metros de llegar a su escritorio se detiene, da media vuelta y corre hacia el baño. Otro cólico inoportuno. Entra al baño y se encierra en uno de los privados. Se baja pantalón y calzón de golpe. Molesta, se da cuenta que ha manchado un poco su ropa. Maldice por no venir preparada, además el baño esta solo y nadie le puede ayudar. Así transcurren unos quince minutos hasta que ya casi medio dormida, escucha que alguien entra al baño. A pesar de la pena, decide llamar a quien sea que haya entrado. –“Buenas… soy Goyita…”- Después de explicar torpemente su situación, escucha que un taconeo se acerca al privado. Abre un poco la puerta y la mano de la secretaria se asoma ofreciéndole uno de ésos incómodos artículos que, como otros tantos de uso exclusivamente femenino, tanto desprecia. Mira su delicada mano y por un momento se queda paralizada. Piensa en tomarla, en besar sus delgados dedos. Cierra los ojos, acerca los labios, siente su olor. Una voz dulce del otro lado del panel, la hace reaccionar y casi arranca la toalla de ésa mano que, segundos antes, quiso besar. Da las gracias y mientras se acomoda la ropa, escucha a la secretaria decir: -“No tienes por que sentir pena, Goyita… es normal que esto nos pase de vez en cuando… además, pues para eso somos compañeras, para ayudarnos”-. La voz de la secretaria la hizo tranquilizarse y ya sintiéndose en confianza, le dijo: -“Po’s si oiga, pero po’s ya ve como es uno de bruta… nunca me acostumbré a estas cosas…”-. La secretaria la escuchaba mientras se miraba el moretón sobre su párpado hinchado, cosa que no había pasado desapercibida para ella. –“Oiga, a todo esto… ¿Qué le pasó en el ojo? ¿Se cayó?...”-. No bien terminó de decir estas palabras, cuando ya se había arrepentido de haberlas dicho. Sintió mucha vergüenza e inmediatamente trató de disculparse por su indiscreción, pero la secretaria amablemente tuvo la cortesía de contarle sobre la triste situación que vivía a diario con su marido. Ya eran casi dos años que se la pasaban de pleito, y el hecho de no haber podido tener hijos, sólo agravaba más la situación. Ella escuchaba del otro lado sintiendo como la sangre le hervía de coraje. Deseaba encarar al infeliz que se había atrevido a ponerle las manos encima a su querida secretaria, quería encararlo hombre a hombre y darle una merecida madriza. Apretó los puños y lágrimas llenaron sus ojos encendidos. Escuchó un sollozo quedo, tímido. Salió lentamente del baño, como no queriendo hacer ruido. Se acercó a la secretaria y trató de consolarla, de distraerla. Le contó de su familia, de su perro de tres patas, de su abuelita, de cómo desde chiquita, se había sentido rechazada por ser como era. Quiso decirle más cosas. Cosas bonitas. Contarle cómo, desde que la había conocido, su vida era distinta. No pudo. La secretaria escuchó enternecida cada una de sus palabras y al final, la abrazó. Ella no supo que hacer y se quedó con los brazos a los lados. Por un lado deseaba abrazarla también, pero no quería abusar de la situación. Podía sentir su calor, sus senos rozando los suyos, el aroma de su cabello. La secretaria se soltó y miró su reloj; ya era la hora de su refresco y de sus papitas. Le pidió que la acompañara y ella aceptó encantada. Salieron del baño platicando como buenas amigas, pasaron por la sala congestionada y al llegar a la salida, ella se adelantó a abrir la puerta. La secretaria agradeció con una sonrisa su caballerosidad. Bajaron la escalera mal hecha y ella la tomó de la mano para que bajara con cuidado. Caminaron hasta el Seven Eleven y entraron a la tienda. Ella fue al fondo por los refrescos mientras la secretaria hojeaba una TV NOTAS. Se acercaron a la caja y ella se encargó de pagar, también le compró la revista. Salieron riendo, el sol daba de lleno en sus caras. La luz era tan intensa que no dejaba ver bien. Ella trató de cubrirse la cara con la mano, y al hacerlo, tiró su refresco. La secretaria se adelantó unos pasos, iba distraída guardando su monedero. Ella levantó la mirada y vio venir una camioneta a toda velocidad. Corrió a alcanzarla. Un fuerte rechinido de llantas. Luego, un golpe seco…

-“Que loco… ¿Por qué será la gente tan argüendera?... Nomás ven un accidente y de volada llega la bola de curiosos a ver que pasó… Todos me preguntaban si estaba bien, pero yo sólo quería saber como estaba ella… Al fin la pude ver, toda llena de tierra la pobre… con su falda rota, tratando de taparse pa’ que no se le vieran los calzones… Me acuerdo que me levanté y fui a ayudarla… Se levantó y me abrazó… Todos estaban ahí, hasta nuestro jefe… La verdad, es increíble como le cambia la vida a uno en un ratito… Todos me felicitaban, desde ése día fui un héroe… Hasta me subieron de puesto… De afanador a encargado de la puerta… De ahí, nos hicimos novios… A las dos semanas ya todos sabían que andábamos… Estábamos muy enamorados y po’s eso no se puede ocultar… Desde el jueves pasado había dejado a su marido y el infeliz no la había vuelto a buscar… Mejor para él… Por ahí supe que hasta se había ido de la ciudad.
La verdad, nunca pensé que iban a aceptar lo nuestro así de fácil… Hasta algunos, nos echaban porras… Al poco tiempo rentamos un departamento ahí, en el centro… Luego, como a la semana de habernos cambiado, le pegué al Melate… No gané mucho, pero nos alcanzó pa’ comprarnos un carrito regularizado y unos mueblecitos… También compré una tele y un DVD… Cuando vamos al mandado, aprovechamos y rentamos unas dos películas… Casi siempre ella las escoge; dice que yo sólo escojo puras de matazón... Pero no importa, nos recostamos en el sillón y nos pasamos la tarde viendo películas y comiendo palomitas… Me gustan los miércoles porque ese día vamos al cine; al dos por uno…Luego de ahí, vamos a cenar unos tacos o algo así… A ella le gustan mucho las gordas de Doña Tota y yo trato de llevarla seguido… También vamos de vez en cuando a la plaza; nomás a caminar.
No cabe duda que la suerte nos ha cambiado… Y yo que tantas cosas tan feas te decía Diosito… Pero tú eres bueno y sabes que estoy arrepentido… Ahora, nomás te pido que esto no se acabe nunca Diosito, nunca…”-.

Un fuerte rechinido de llantas. Luego, un golpe seco…
Era un día caluroso. Se podía sentir el vapor salir del pavimento. La gente se había juntado a ver el espectáculo. Unos empleados de la Oficina Fiscal discutían acaloradamente sobre si ayudaban a la secretaria a levantarse, o esperaban a que llegara la ambulancia. Ella se preocupaba más por su falda rota.
A unos metros de allí, Goyita yacía boca arriba, mirando fijamente al cielo, con el cráneo destrozado y una sonrisa en los labios.



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