YO AMO EL FUTBOL
Por: Carlos Román Cárdenas
Tim Wisenhurst era un gringo muy buena gente. Había nacido en la ciudad de Filadelfia, en el estado de Pensilvania. De chiquito siempre soñó con un día poder jugar para sus adoradas Águilas. Se veía a si mismo portando un jersey verde y una alas plateadas en su casco reluciente. Desafortunadamente la naturaleza no lo dotó de la más mínima gracia para el deporte. Es por eso que después de una serie de madrizas en el campo de lodo, decidió reservar su amor al fútbol americano sólo para la seguridad de la sala de televisión, y eso si, muy arropado. A veces hasta se ponía su casco de mentiritas.
Si ganaban las Águilas iba a casa de su novia y la invitaba al cine, luego a cenar. Si perdían, se quedaba sentado en el sillón tratando de digerir la derrota; más tarde iba a casa de su novia, pero sólo para recibir consuelo. A ella le gustaba que perdieran las Águilas porque de ésa manera podía apapacharlo más.
Tim, como muchos otros norteamericanos de clase media, se enroló en el ejército al salir de la preparatoria. Al cumplir con su estadía reglamentaria, ingresó a la universidad estatal de Pensilvania, a cursar la carrera de administración. Un semestre antes de graduarse, se casó con Pam, su novia de toda la vida. A los dos años, nació su primer hijo. Tim entró a trabajar en una compañía transnacional y al poco tiempo le ofrecieron ir como gerente a la planta que la empresa tenía en la ciudad de Reynosa, México. No le agradaba mucho la idea, pero el pago y las prestaciones eran excelentes. Convenció a su esposa prometiéndole que vivirían en McAllen, y que ella ni siquiera tendría necesidad de cruzar al lado mexicano. Al llegar, la compañía ya les había conseguido un departamento en un lujoso edificio. Pam eligió departamento para no echar raíces, según ella. A los pocos meses ya había hecho amistad con casi todos los inquilinos. Ya en la nochecita, cuando su marido no llegaba temprano, bajaba con un plato de comida para Arnulfo, el velador. Ése fue su más vivo acercamiento a la cultura nacional.
A Tim nunca le interesó el verdadero fútbol, el que se juega con los pies y al que sus paisanos se empeñan en llamar soccer. Es por eso que su pequeño hijo se sorprendió al verlo tan entusiasmado, comprando la camiseta de la selección nacional de Estados Unidos en Soriana Periférico. Y no hablo de la versión pirata, no señor. Era la original,
Francisco Mejía nació, creció y vivió en un pueblo de Veracruz toda su vida. Sus amigos le decían “el feto”, porque según ellos estaba mal hecho, como a medio acabar. Al terminar el primer año de secundaria, “el feto” Mejía tuvo que abandonar la escuela para ayudarle a su padre a mantener la casa. Cuando tenía dieciséis años se casó con Macrina, la vecinita que acostumbraba ventanear mientras se bañaba; a los cuatro meses fue papá. A los veinte, ya tenía tres hijos.
Un día, un camión llegó al pueblo. Por sus viejas bocinas, una voz distorsionada invitaba a la población a unirse al progreso y a la prosperidad. Ni siquiera necesitaban tener experiencia, el único requisito era estar dispuesto a ir a vivir a la ciudad de Reynosa. Allí tendrían trabajo seguro y serían recibidos con los brazos abiertos. No lo pensó mucho. Para la tarde ya iba trepado en un camión rumbo a la frontera. Iba solo. Ya estando bien establecido, mandaría por su esposa y sus hijos. Llegó y de inmediato consiguió trabajo en una fábrica. El horario era muy pesado, pero la paga era buena. A los tres meses se trajo a su mujer con todo y niños, se acomodaron en una casita de interés social ahí en “Jarochina”, misma que compartieron con otra familia. A veces, los efectos de las Modelo le invitaban a extrañar su tierra, pero el cansancio siempre era más rápido. Macrina odiaba la ciudad, sus aironazos y ése constante terregal. Por las tardes se salía a platicar con las vecinas y se tomaba un refresco sentada en la banqueta, mientras los niños correteaban por la calle llena de topes. En invierno se la pasaba encerrada, engordando, de mal humor. Fue así que se transformó en la “Big Mac”.
Para Francisco “el feto” Mejía, el fútbol era la vida misma. Aficionado de corazón, soñaba con algún día asistir a un partido de
Un domingo, Macrina y los niños fueron solos a la iglesia. Ése día, se jugaba la final de
Era un amontonadero. Todo el turno de la tarde se agolpó para ver lo que pasaba. Algunos hasta se treparon a la malla para alcanzar a ver mejor. Nadie se movía. A unos veinte metros de ahí, el cadáver de Tim Wisenhurst yacía a un lado de su flamante camioneta, con la cabeza partida. Un poco mas allá, dentro de una patrulla; Francisco “el feto” Mejía… con ojos vidriosos y con la camiseta de la selección de Estados Unidos puesta.
FIN
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