31.3.09

Lejos...














Teté Tovar


La oscuridad era casi total, podía verla aunque en realidad era su imaginación la que hacia todo el trabajo. Estaba ahí, apartada del mundo enredada entre sus sabanas. Él intentaba mantener el equilibrio, contener la respiración. Quería que lo escuchara, que le viera pero al mismo tiempo no era necesario irrumpir en su mundo de esa forma tan salvaje. Ella emitió un suspiro, casi casi como un susurro que lo hizo volver a su realidad. Su aroma, ese aroma a tierra mojada hacía que su mente se volviera loca, que su razón perdiera el juicio.

A lo lejos sólo se escucha el murmullo del río que pasa suave llevándose su deseo, sus ganas de robarle cada instante de esa noche, cada momento de sus sueños. Ese ir y venir del agua era lo que le ayudaba a conciliar el sueño. Aunque ahora en su cama lo envolvía un calor delicioso que hacia que su mente viajara a encontrarse con ella, podía olerla, podía sentir su tibieza sobre su cuerpo, así era como la conocía, así era como la quería. Él dejaba que ella besara cada centímetro de su piel, que hiciera de él lo que sus manos quisieran, lo que su cuerpo deseara. Acercaba su rostro al suyo, sus manos a sus pequeños pechos, una caricia tras otra, un beso después de otro. Su olor más íntimo inunda la habitación, lo lleva al límite de su paciencia, no resiste más.

Vuelve la serenidad, la toca suavemente, le da miedo que se desvanezca. La luz es tenue, opaca. Poco a poco ella se contonea, quiere tenerlo cerca, lo más cerca posible de sus deseos, de sus pensamientos. Él intenta pedirle que no vaya tan deprisa pero ella no lo escucha, sigue manejando sus deseos más escondidos sobre todo lo que él pueda sentir. A pesar de eso le gusta dejarla ser, ver como es dueña de cada minuto a su lado, de cada dejo de tenue luz de luna que entra por la ventana. Todo se vuelve confuso, ella desapareció, él seguía sintiendo su calidez rodeando su cuerpo, su fuerza comenzaba a extinguirse, la bruma lo envolvió por completo.

Lo despierta el vaivén del río, el suave sonido de la brisa. Pueda verla a través de su ventana sentada ahí bajo los primeros rayos de sol. Se ve tan ajena a todo, él sólo quiere abrazarle, que sienta que él está ahí...aunque ella ya lo sabe...

5.3.09

YO AMO EL FUT


YO AMO EL FUTBOL

Por: Carlos Román Cárdenas



Tim Wisenhurst era un gringo muy buena gente. Había nacido en la ciudad de Filadelfia, en el estado de Pensilvania. De chiquito siempre soñó con un día poder jugar para sus adoradas Águilas. Se veía a si mismo portando un jersey verde y una alas plateadas en su casco reluciente. Desafortunadamente la naturaleza no lo dotó de la más mínima gracia para el deporte. Es por eso que después de una serie de madrizas en el campo de lodo, decidió reservar su amor al fútbol americano sólo para la seguridad de la sala de televisión, y eso si, muy arropado. A veces hasta se ponía su casco de mentiritas.

Si ganaban las Águilas iba a casa de su novia y la invitaba al cine, luego a cenar. Si perdían, se quedaba sentado en el sillón tratando de digerir la derrota; más tarde iba a casa de su novia, pero sólo para recibir consuelo. A ella le gustaba que perdieran las Águilas porque de ésa manera podía apapacharlo más.

Tim, como muchos otros norteamericanos de clase media, se enroló en el ejército al salir de la preparatoria. Al cumplir con su estadía reglamentaria, ingresó a la universidad estatal de Pensilvania, a cursar la carrera de administración. Un semestre antes de graduarse, se casó con Pam, su novia de toda la vida. A los dos años, nació su primer hijo. Tim entró a trabajar en una compañía transnacional y al poco tiempo le ofrecieron ir como gerente a la planta que la empresa tenía en la ciudad de Reynosa, México. No le agradaba mucho la idea, pero el pago y las prestaciones eran excelentes. Convenció a su esposa prometiéndole que vivirían en McAllen, y que ella ni siquiera tendría necesidad de cruzar al lado mexicano. Al llegar, la compañía ya les había conseguido un departamento en un lujoso edificio. Pam eligió departamento para no echar raíces, según ella. A los pocos meses ya había hecho amistad con casi todos los inquilinos. Ya en la nochecita, cuando su marido no llegaba temprano, bajaba con un plato de comida para Arnulfo, el velador. Ése fue su más vivo acercamiento a la cultura nacional.

A Tim nunca le interesó el verdadero fútbol, el que se juega con los pies y al que sus paisanos se empeñan en llamar soccer. Es por eso que su pequeño hijo se sorprendió al verlo tan entusiasmado, comprando la camiseta de la selección nacional de Estados Unidos en Soriana Periférico. Y no hablo de la versión pirata, no señor. Era la original, la Nike. Más se sorprendió al ver que al salir de ahí, su padre fue al centro a comprar algunas replicas marca Mike, casi igualitas a la original pero con la palomita un poco chueca y a menos de la mitad del precio. Lo que no sabía el desconcertado Tim júnior, era que su papá tenía una razón muy poderosa para hacer todo eso: fomentar la convivencia y la camaradería entre los empleados de la maquiladora. Para esto, había apostado con los obreros una carne asada, con todo y pisto. Claro, siempre y cuando la selección mexicana venciera a su contraparte gringa en la final de la Copa de Oro.

Francisco Mejía nació, creció y vivió en un pueblo de Veracruz toda su vida. Sus amigos le decían “el feto”, porque según ellos estaba mal hecho, como a medio acabar. Al terminar el primer año de secundaria, “el feto” Mejía tuvo que abandonar la escuela para ayudarle a su padre a mantener la casa. Cuando tenía dieciséis años se casó con Macrina, la vecinita que acostumbraba ventanear mientras se bañaba; a los cuatro meses fue papá. A los veinte, ya tenía tres hijos.

Un día, un camión llegó al pueblo. Por sus viejas bocinas, una voz distorsionada invitaba a la población a unirse al progreso y a la prosperidad. Ni siquiera necesitaban tener experiencia, el único requisito era estar dispuesto a ir a vivir a la ciudad de Reynosa. Allí tendrían trabajo seguro y serían recibidos con los brazos abiertos. No lo pensó mucho. Para la tarde ya iba trepado en un camión rumbo a la frontera. Iba solo. Ya estando bien establecido, mandaría por su esposa y sus hijos. Llegó y de inmediato consiguió trabajo en una fábrica. El horario era muy pesado, pero la paga era buena. A los tres meses se trajo a su mujer con todo y niños, se acomodaron en una casita de interés social ahí en “Jarochina”, misma que compartieron con otra familia. A veces, los efectos de las Modelo le invitaban a extrañar su tierra, pero el cansancio siempre era más rápido. Macrina odiaba la ciudad, sus aironazos y ése constante terregal. Por las tardes se salía a platicar con las vecinas y se tomaba un refresco sentada en la banqueta, mientras los niños correteaban por la calle llena de topes. En invierno se la pasaba encerrada, engordando, de mal humor. Fue así que se transformó en la “Big Mac”.

Para Francisco “el feto” Mejía, el fútbol era la vida misma. Aficionado de corazón, soñaba con algún día asistir a un partido de la Selección Nacional o del América, el equipo de sus amores. Su ídolo era Cuauhtémoc Blanco y cuando algo le salía bien en la chamba o en la vida diaria, le imitaba hincándose en el suelo mientras alzaba los brazos a la manera del ilustre tepiteño. Ésa navidad su mujer le regaló una camiseta del Real Madrid, que es lo mismo que el América, pero en versión gachupina. De ahí en adelante, Francisco la usaba todos los fines de semana, sin importar si hacía frío o calor. Los domingos toda la familia iba a misa de once. Esto era un martirio para “el feto”, ya que eso le representaba el perderse los primeros quince minutos del juego del mediodía. Afortunadamente pronto tuvo carro, por lo que el daño no llegaba al medio tiempo. Cuando el América ganaba, era tarde de pollito asado. Cuando perdían, borrachera segura e insultos para la pobre “Big Mac”.

Un domingo, Macrina y los niños fueron solos a la iglesia. Ése día, se jugaba la final de la Copa de Oro. Francisco y sus compañeros acordaron con su patrón usar la camiseta de la selección de Estados Unidos durante toda una semana. Claro, siempre y cuando los gringos vencieran al Tri.

Era un amontonadero. Todo el turno de la tarde se agolpó para ver lo que pasaba. Algunos hasta se treparon a la malla para alcanzar a ver mejor. Nadie se movía. A unos veinte metros de ahí, el cadáver de Tim Wisenhurst yacía a un lado de su flamante camioneta, con la cabeza partida. Un poco mas allá, dentro de una patrulla; Francisco “el feto” Mejía… con ojos vidriosos y con la camiseta de la selección de Estados Unidos puesta.



FIN